Por Nicolás Alonso
Buenos Aires, agosto 1 (Agencia NAN-2011).- Cascado (Siempre de Viaje Ediciones, 2011) es el primer libro del joven escritor Gustavo Di Peppe. Pero también es el nombre que condensa y unifica una serie de poemas, de palabras, de versos, sometidos a un cuidadoso proceso de horadación. Se podría decir, parafraseando al autor, que lo que aquí se ofrece, no son más (ni menos) que palabras sutilmente gastadas. Así como en los años 70 los blue jeans se pasaban una y otra vez por el lavarropas, o se fregaban pacientemente hasta que adquirían ese sutil tono azulado, la poesía de Di Peppe gasta constantemente las palabras, las casca, las ahueca. Utiliza porciones de ellas para enhebrarlas y generar un ambiente enrarecido, que con el correr de las páginas se va convirtiendo en el principal activo del texto: “Andar en el oscuro del patio/ encerrado/ en cáscara/ las paredes/ entrecortar/ la pendiente/ la estabilidad/ en el apoyo/ volverse uno/ aspirar fuerte/ el olor/ de encierro-siglo/ aguardando frío/ después de tanta/ dejada humedad/ desaparecer en el fondo/ ayer etéreo/ pagándose a las paredes en láminas de susurro”.
En la primera página de este libro, Di Peppe deja una nota: “Recuerdo de mi estadía bajo la tierra”. Debajo de la tierra, en esa atmósfera viciada, enrarecida como una especie de bóveda inanimada y abandonada por el tiempo, habita un yo que se interroga, que se busca a través de los versos, entre el humo quieto, entre el polvo estático y ese tiempo que parece esconderse detrás del otro para permanecer igual, idéntico a sí mismo. Es un yo caído, o mejor dicho, es un yo descendido que se va abriendo paso, respirando en intervalos pequeños para no consumir el escaso aire que se filtra entre el polvo. “Mi voz ya no responde/quebrada/desgarrado/ haciendo fuerza para abrir la garganta escapar/ espasmos de años/ tiempo/ eco rebotando y/ volviendo/ disperso/ inalcanzable/ bóveda gris arriba/ se despedaza/ cae”.
Ese “bajo la tierra” del que habla Di Peppe parece de a ratos hacerse carne en el cuerpo del yo. La búsqueda es emprendida a tientas, es un recorrido en el que el cuerpo se convierte, también, en un elemento de ese submundo, o por lo menos emprende una relación con ese entorno que a través de los versos lo va modificando. “Las hebras me tapan los ojos/ una vez más/ cada golpe seco/ reboto/ siento el aire despedido/ el cuerpo enrulado/ la puerta se cierra y se abre/ tintineo/ se cae/ rueda por el suelo/ y siento el olor/ la mano no me tiembla/ la resonancia me tapa los/ oídos/ asentimiento/ chau pies/ los doblo prolijamente y los guardo/ la arruga apretada remachada”. El silencio, en algún punto, deviene mecánico, metálico. Es un silencio industrial, una especie de siderurgia en descenso que cae sobre el yo atónito. Destellos de luz aparecen y contrastan con la penumbra abismal, ruidos ensordecedores atraviesan fugases la escena y se disipan (“los reflejos arden/ más enceguecedor/ quiero abrir los ojos pero/ ahogado/ al final/ me queda marcado como hierro cliente/ brillosidad/ garganta apretada, quiero salir/ espeso/ desparramarme/ pero me cortan la circulación”).
Las palabras, tal como los versos, (horadadas, gastadas, raspadas) se van soltando de a poco. Entrecortada, la poesía se va tejiendo. Los susurros, los ruidos, el silencio, el polvo, la ebullición, la luz, la oscuridad, la estática, configuran un mundo de ahogo, de asfixia. Es un mundo que enceguece, que aturde, que agrieta y martilla (con silencio o con ruido, con luz o con oscuridad, eso es secundario). Cascado es atmósfera condensada en palabras, es, en definitiva, una “estadía bajo la tierra” permanentemente reencarnando: en cada línea, en cada letra y en cada lectura.