Esteban Bieda nació en la ciudad de Buenos Aires en 1979. Es Doctor en Filosofía (UBA), docente de Filosofía Antigua y de Griego Clásico en la UBA y en la UNSAM. En filosofía, es autor del libro Aristóteles y la tragedia. Una concepción trágica de la felicidad (Buenos Aires, Altamira, 2008) y de diversos artículos que exploran las relaciones entre razones y pasiones en la naturaleza humana. En literatura, su cuento «Un pulso herido» resultó seleccionado en la primera edición del Premio Nuevos Narradores organizado por el C.C. Ricardo Rojas, y publicado en la Antología del mismo nombre (Libros del Rojas, 2008). En 2012 publicó Fumasa (Alción), su primera novela.
Aquí, dos relatos para compartir:
Higiene
El remís la pasa a buscar a las 6:30 en punto. Ella sabe que tiene que estar parada en la puerta para esperarlo; en ese barrio y a esa hora, había dicho el remisero, no espero. El viaje es breve pero a ella se le hace largo; no sabe bien si es porque ya lo hizo tantas veces o porque tantas otras veces lo hará. Llega a la penitenciaría alrededor de las 7. El remís no espera a que baje del todo; cuando tiene un pie afuera, arranca intempestivamente. Frente al portón marrón hay dos o tres mujeres además de ella; esperan. A las 7:30 la hacen pasar a un patio de tres por tres flanqueado por rejas. Tiene que esperar al menos media hora más. Pero ya está adentro. Algunos minutos después de las 8 abandona la intemperie. Se desnuda en una habitación fría y en penumbras; se muestra, se abre, la revisan. Hace tiempo que la vergüenza abandonó su cuerpo. Se viste. Tiene que esperar; a veces minutos, a veces una hora. Sale a otro patio donde hay tres pequeños galpones que solían ser depósitos de herramientas. Le dicen que pase por aquel y ella pasa. La lamparita que cuelga del techo de chapa está apagada. La sábana que cubre el catre está desarreglada. Enciende la lamparita, arregla la sábana. El catre se queja cuando se sienta sobre él. Espera. Recién entonces me ve. Entro desnudo al galpón, muerto de frío. Me siento al lado de ella y ella se saca el pulóver y me abriga y me acaricia por encima del pulóver y yo siento sus manos a través de la lana que me da picazón pero también calor y me transmite la textura de sus manos. El catre gime. Yo casi nunca la abrazo; me gusta dejarme abrazar, ganar tiempo, tenerla cerca. Tiritamos juntos. Muchas veces me duermo. Otras me quedo despierto y espero. Siempre llega un momento en que dejo de tiritar. Me abandono, me pierdo en su ir y venir. Trato de no mirarla, de no guardar imágenes. Golpean la puerta y el frío me vuelve a invadir. Me sacan al patio desnudo. Ella se acomoda un poco el pelo y arregla la sábana. Sabe que la observan, sabe lo que piensan de ella.
Finita opacidad de un cuerpo con memoria
… y sentí, qué horror, la memoria en el cuerpo, en la vista, todo, una memoria sensitiva, de sentidos, alojada ahí, la memoria, se ríe de planes, de decisiones.
R. Paula, Agosto
Jamás se había preguntado seriamente si creía en todo lo que leía. Todas las teorías, extintas algunas, célebres otras, rebuscadas todas, que insistían en eso de que tocar es ser tocado, ver es ser visto, oír es ser oído; que acariciar es sentir la caricia del cuerpo acariciado; que ver es padecer la luz que emana del cuerpo visto; que oír es recibir las ondas sonoras del objeto escuchado; que bla bla bla es bla bla bla. Jamás se había preguntado si creía en algo de eso. Una noche trataba de recordar el nombre de la mujer que dormía a su lado. La había conocido horas antes. Estaba ahí, pero ya la había olvidado. Sus manos no recordaban su textura; sus oídos no recordaban su voz; sus ojos no recordaban la caída de su pelo. Estaba ahí pero le resultaba imperceptible. Sí podía ver, por el contrario, a la que ya no tenía enfrente, a la que se había marchado hacía meses, en una mañana de silencios, mientras él simulaba desayuno e indiferencia. La veía sin verla. Entonces supo que los cuerpos piensan, que los cuerpos recuerdan pero que también olvidan, supo que los cuerpos opinan, tienen preferencias, pueden estar en desacuerdo. Acarició el cabello de quien tenía al lado pero no sintió nada; sabía que la estaba acariciando pero no sintió nada. Su propio cuerpo también pensaba, también recordaba y extrañaba a quien prefería, también su cuerpo estaba en desacuerdo. Todo en la habitación se fue oscureciendo poco a poco. Los contornos comenzaron a esfumarse, la figura al lado suyo mermó hacia un olvido definitivo. Recibió la oscuridad sin quejas ni sorpresa, tratando de no alarmarse, después de todo, quién no se ha quedado dormido, alguna vez, con los ojos abiertos.