Nicolás Pazos es docente de escuela media y presenta una severa adicción al libro. Es culpable de perturbar a los jóvenes con mundos imposibles y autores indispensables. Lo han visto expertos y especialistas pero ha sido diagnosticado como un lector crónico, un incurable. Convive desde hace años con este padecimiento que le consume los días y las noches, le roba las horas, el sueño, el sexo y el hambre. Ocasionalmente, disfruta componiendo en papel escrituras que gusta llamar sus textos, para sentirse dueño y dios bondadoso de su pequeño mundo de papel. Participa del taller Siempre de viaje donde comparte un espacio de creación y lectura con otros adictos y culpables de tanta literatura.
Palabras en el desierto
“One of God’s own prototypes. A high-powered mutant of same kind, never
even considered for mass production. Too weird to live, and too rare to die.”
Hunter S. Thompson
demasiado raro para vivir
&
demasiado extraño para la muerte
Janter habla de él
de tipos raros como él
los hermosos perdedores de Luca
aunque podría estar hablando de cualquiera
¿no Janter?
no estás acaso
acusando a la raza humana
muy tanto
demasiado mucho
nos acusás a todos
no somos acaso
lo más raro del planeta
desesperados, viciosos, perfectos, múltiples
si existiera vida extraterrestre
acaso no nos estarían viendo
en animal inter-planetary-life
no somos unos bichos extraños
los únicos mutantes del planeta
los únicos que de animales
quisimos pasar al estatus de humanos
y vivir en los límites de nuestras transformaciones
humus igual a tierra
el hombre hecho de barro
embarrado en las trincheras de la vida
siempre volver a intentarlo
intentando volver
¿cuántas vidas se necesitarían Janter?
para que nos demos cuenta de que somos absurdos
de que somos locos Janter
hermosamente absurdas nuestras grandes metas universales
hermosamente absurda nuestra pequeña vida individual
y ahí radica el problema Gonzo
porque nunca nadie tira para el mismo lado
y cuando eso pasa
es porque estamos siendo acarreados:
somos como vacas tontas Janter
obedecemos a quien lleva el látigo
casi sin darnos cuenta
a quien ha podido subirse y domar al caballo
nos lastimamos y no nos damos cuenta
y cuando la revolución bobina pasa
y salimos del sopor de nuestra estupidez
cuando una vaca se alza entre todas
y muge con una voz parecida a la palabra libertad
y toda la manada la sigue
y desconoce el llamado del miedo
entonces esa vaca se saca el disfraz
que ocultaba a un hombre
que se sube al caballo
y aprende a hostigar con el látigo
esta poesía alucina Janter
camina transvestida a su muerte
quiere ver al hombre
macroscópicamente
con lupa grosa
lupa sol que mira el planeta tierra
¿y qué mira Janter?
puede ver las grandes capitales del mundo
como si fueran el tablero del TEG
marcadas con el símbolo del dinero
el dinero que no migra
un árbol verde que crece sólo en ciertos lugares
drenando al resto de la tierra
y sus frutos no alcanzan Janter
para que todos prueben su jugosa pulpa
no alcanza
esta poesía no alcanza
el alcohol
no alcanza
las drogas
las armas no alcanzan
las ideas
no alcanzan
el periodismo
las OMS
las ONUS
la gran paz
o la paz verde
las ideologías
las religiones
no alcanzan
los problemas de conciencia
la slow food
esta poesía no alcanza
alucina Janter
y como vos
/que tampoco alcanzabas
a caber en el mundo
pero cabías en los lugares más raros/
piensa en volarse la sesera
porque no sabe cómo
demasiados somos para la dicha
&
demasiado únicos para la muerte
Tiro libre
“Un delantero: Maradona, sin lugar a dudas.
Porque tenía la grandiosa capacidad de definición
y de hacer que los demás también convirtieran goles”
Roberto Fontanarrosa
Fue una jornada gloriosa para el gordo Domínguez. Desde pibe había soñado meter ese gol en el club de sus amores. Siempre imaginó el festejo, los gritos, el arrebato de emoción, besar la remera con toda la cara y tirarla a la hinchada enloquecida. Qué momento para el gordo, qué alegría infinita. Un gran escritor argentino diría de él que una vida se resume a un momento en el cual ésta alcanza su máxima significación, ¿Cómo sería ese momento para Domínguez? Las cosas se darían de forma espontánea, el fútbol se rige por la fortuna y el azar, un día se puede tocar el cielo con las manos y al otro llorar la camiseta. Qué lo parió gordo, qué lindo que todo aun te esté por pasar.
A los diez años Fernando Domínguez ya era una promesa en las inferiores. Pero a los quince las exigencias de este deporte y una lesión muy temprana lo dejaron fuera de competencia. Dejó la escuela y se alejó de las canchas. Fernando se iba transformando en el Gordo. Eso sí, a los amigos y al club los siguió de cerca, con la fe intacta, Dios no le podía sacar todo.
Fue tirando con changas acá y allá, siempre soñando con ese momento en que se probara lo que él valía. Así, el gordo aprendió el oficio de albañil y pudo, gracias a que Dios al final era Grande, ir armando su casita. Después la conoció, qué linda que era: Graciela parecía salida de una revista, con esos ojos celestes rarísimos y su especial don para la alegría abierta y verdadera. Pronto se enamoró de él, de su optimismo y empuje, a pesar de la suerte. El Gordo era fuerte en todo sentido. Pasado un tiempo se fue a vivir con ella. Se hizo el casorio y pasaron su luna de miel en la casa de la suegra del Gordo, en la chacra de Paraguay, un campito hermoso, treinta hectáreas soñadas para el pastoreo. Así como todo, también vinieron los hijos. Dos varones casi de la misma edad y después la nena, linda como Graciela.
La vida iba caminando despacito y feliz, pero el gordo aún soñaba con ese gol. El momento iba a golpear a su puerta. Y fue, tenía que ser el día en que llevó por primera vez a sus hijos a la cancha de Atlético Arandú.
El partido llevaba ochenta minutos de mal juego. Estaba picante porque el referí había cobrado un penal mentiroso sobre el final del primer tiempo. El gordo echaba fuego por la boca. No podía ser que la primera vez que los hijos veían al equipo tuvieran esta suerte. Cuando los partidos no son el espectáculo que prometen y el hincha se queda con la boca amarga, cosas pasan:
Domínguez se mueve veloz. Poseído por una inspiración casi divina. Corre carrera abajo. Se desliza por las gradas. Va gritando enloquecido. Salta a un hincha borracho. Putea al Pancho Ayala, por haber pifiado un gol anterior, obvio, solo frente al arquero. Ve que el jugador de su equipo va a patear un tiro libre. Calcula veinte metros del arco. Deja el alma en las gradas, en la chancha. Cómo corre el gordo. Tropel de inspiración. Llega al borde lateral y pasa peinando a los jugadores del banco contrario. Añara-cope-guaré, les grita poseído. Cruza la línea lateral y llega corriendo cerca del área grande. Sin detenerse, el Gordo patea la pelota detenida y la clava en el ángulo izquierdo. Qué maravilla, qué golazo, purísima magia, qué demostración de coraje la del hincha, todos cantan con la garganta enrojecida: GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL, golazo inesperado, tremendo, histórico, inolvidable gol de la hinchada.
El arquero quedó tirado como un trapo vencido y los muchachos de los tablones gritaron el gol del Gordo con la pasión acostumbrada. Domínguez se arrancó la camiseta y se la tiró a sus hijos que ya soñaban jugar en el equipo campeón.
El partido quedó uno a uno, un patético empate para el Atlético Arandú. Pero qué despliegue absurdo de heroísmo deportivo. De estas naderías se edifican naciones. Estos símbolos pueden más que las banderas y unen mejor que cualquier sentido de nacionalidad o patriotismo.
¡Vámo Gordo!
¡Aguante el Atlético, carajo!
¡Que viva el fútbol señores!
¡Qué cosa más rara!