Virginia G. Gallardo es economista recibida en la Johannes Gutenberg Universität-Mainz, Alemania, país donde vivió diez años. En 2011 ganó la primera mención en el Premio Casa de las Américas por su libro de cuentos El Porvenir (Simurg, 2012).
Aquí, compartimos uno de sus relatos:
La Escritora
Tengo el pelo con corte taza. No me importa mi aspecto físico. Solo me interesa la comodidad. Me baño todas las mañanas, cepillo mis dientes, mis uñas mi cabello, lavo bien mis partes íntimas. No quiero tener ladillas o pescar alguna enfermedad. La suciedad atrae a los insectos, bacterias, parásitos y a otros animalitos dañinos que pueden traer alguna peste. También lavo mi ropa todos los días. La gente piensa que no me cambio nunca porque uso siempre la misma vestimenta. Mi ropa es toda igual. Tengo cuatro camisas blancas, tres pullóveres marrones, dos faldas del mismo color, cinco pares de medias, cinco bombachas y tres corpiños. Uso zapatos abotinados porque son los más cómodos, me sirven para cuando hace frío y para cuando hace calor. Tengo dos pares iguales y voy alternando día a día para que duren más. Una vez por año cambio uno de los pares. Lo mismo hago con la ropa. Todos los años compro una camisa blanca, un par de medias, una bombacha y un corpiño. Todos los años dono a la parroquia una camisa blanca, un par de medias, una bombacha y un corpiño. Cada tres años compro una falda y un sweater marrón y luego dono una falda y un sweater marrón. No me importan la belleza o la estética, ni lo que diga la gente.
Escribí tres libros y mucha gente joven me admira. Veinte periodistas vinieron de países lejanos a hacerme preguntas. Todos esperaban que les dijera algo inteligente. Entonces yo les hablé mal de lo que querían que hablara bien y bien de lo que deseaban que hablara mal. Los sorprendí y colmé sus expectativas. Volvieron a sus casas y escribieron artículos llenándome de elogios. Me los mandaron para que los leyera. Leí algunos, no a todos porque no pude soportarlos. Decían demasiadas estupideces. A causa de eso ya casi no abro mi correo.
Vino el editor de mis libros y golpeó la puerta de mi departamento haciendo mucho ruido. Está enojado porque no atiendo el teléfono y necesita hablar conmigo. Me dice:
– Lisa, sus libros están agotados y la gente los pide a gritos.
Le contesto:
– No me imagino a la gente gritando por un libro. ¿De qué gente se trata?
El editor se me queda mirando. Le explico:
– Sea más específico, dígame el nombre y el apellido de las personas que fueron a pedir mi libro.
Me dice:
– Pero Lisa. Usted entiende. No me lo haga más difícil de lo que es. Que yo sepa, para recibir las regalías de los libros no tiene ningún reparo.
– Haga una lista de las personas que los solicitaron y envíeselos. No me importa su dinero.
– No quedan copias. Necesitamos su firma. No podemos enviarlos así sin más. Los tenemos que vender. Usted necesita el dinero.
– Yo no necesito dinero.
– ¡Vamos, no sea caprichosa quiere!
– Caprichosa es un adjetivo. Usted sabe lo que pienso sobre los adjetivos. Son ambiguos, no significan lo mismo para una persona que para otra. Su uso es una pérdida de tiempo y debería estar restringido. La Real Academia debería dejarse de zonceras y suprimirlos.
El editor suspira y se pasa la mano por el pelo. Mira hacia el interior de mi departamento. No lo hago pasar ni le ofrezco nada de beber. Él entonces apoya el brazo estirado en el marco de la puerta abierta y me dice:
– Escriba otro libro si no quiere vender los anteriores.
Me encojo de hombros.
– No escribo porque no tengo nada para decir. Ya conté lo que tenía que contar. Sería hipócrita seguir escribiendo.
Sonríe.
– Hipócrita es un adjetivo. ¿Se da cuenta de que se contradice todo el tiempo? Dice que no quiere vender los libros, pero acepta las regalías. Afirma que no utiliza adjetivos sin embargo los usa. ¿Sabe que pienso?
– No me interesa.
– Se lo digo igual. Usted se cree racional, lineal y transparente, pero es en realidad complicada e irracional. Y ya se me acabó la paciencia. ¿No quiere escribir? No escriba. Ya no me interesa ser su editor.
– De acuerdo. Adiós.
Digo y cierro la puerta. El editor pega un alarido porque sus dedos quedaron atrapados.
Desde el lado de afuera de mi departamento llora y suplica:
– ¡Por favor abra la puerta que me estoy muriendo de dolor!
No la abro. No tenemos nada más que decirnos. Después de unos minutos deja de gritar. Se oye un estruendo. Su cuerpo se debe haber desplomado sobre el piso de madera del pasillo. Sigo viendo los dedos arriba de la bisagra, se ve que se desprendieron de su mano. Noto que una parte de la puerta blanca se manchó de sangre. Voy a buscar mis guantes de goma, un trapo, un balde con un poco de agua y lavandina. Arranco los dedos de un tirón y los tiro en el tacho de basura. Limpio la puerta. Me saco los guantes, guardo los artículos de limpieza en su lugar. Me lavo las manos. Voy a buscar un diccionario para confirmar que la palabra hipócrita es un adjetivo.