EL AUTOR DE VIAJERA LEYÓ LEÁME PARA LOS RADIOESCUCHAS DE FI
Nicolás Di Candia visitó la radio y compartió una charla con los chicos de Radio a la Carta. Hubo lecturas y hasta un Léame para sortear.
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Domingo de regreso
(Incluído en Léame)
El doctor Frankenstein ultimó los detalles. Todo estaba en orden. La carga eléctrica era la adecuada. La temperatura ambiente estaba en el punto óptimo. El cuerpo acostado sobre la mesa de trabajo había completado el proceso necesario para volver a la vida. Los meses de ardua tarea habían llegado al punto cúlmine.
Afuera había tormenta. Tronaban relámpagos. El doctor Frankenstein colocó la mano en la palanca que activaría la máquina. La mantuvo unos segundos ahí, mientras miraba a su alrededor para volver a asegurarse de que todo estuviera bien. Finalmente, bajó el switch. Varios rayos atravesaron la mesa de trabajo. Un ruido ensordecedor recorrió el enorme sótano antes de que se cubriera de humo. Cuando las partículas se disiparon, Domingo Faustino Sarmiento levantó el torso de la mesa de trabajo, arrancó las trabas metálicas que lo ataban a ella y escapó hacia la noche lluviosa.
Sarmiento recorrió las calles de la ciudad. Caminaba despacio, agitando los brazos sin mover los codos y con las palmas abiertas. Cada tanto exclamaba “aaaaaaaaarrggghhhhh”. El doctor Frankenstein lo seguía de lejos, feliz por el éxito de su experimento pero algo inquieto porque no había previsto que el ex presidente se escapara tan rápido. Aunque entendía los sueños de libertad que siempre lo habían caracterizado.
Pronto la tormentosa noche se disipó. El alba reemplazó a la oscuridad, y la gente empezó a salir de sus casas. Entre los primeros en hacerlo estaban los niños, que con sus guardapolvos blancos iban, como todos los días, a la escuela.
Un grupo de esos niños se cruzó con Sarmiento. El prócer se emocionó al verlos. Eran las futuras generaciones, aquellas a las que había dedicado sus más grandes esfuerzos, en persona frente a él. Abrió los brazos un poco más para abrazarlos a su llegada. Mientras, exclamaba “aaaaarrrrghhhhh”, que era lo único que le salía pronunciar por el momento. Los niños, sin embargo, no lo vieron como la figura bondadosa que les habían transmitido en la escuela. Lo vieron como un muerto vivo. “¡Aaaahhhh! ¡Sarmiento!” exclamaron y salieron corriendo hacia el lugar más seguro que tenían cerca: el edificio de la escuela, donde se sentían a salvo de la influencia del gran educador.
Sarmiento, confundido, los siguió. Pensó que, tal vez, como él había guiado a los niños de su tiempo, los niños de ahora lo podrían guiar a él hacia el futuro. Caminó hacia la escuela, atravesó la puerta y entró. Una vez en el hall, maestros y educandos se horrorizaron al ver el cadáver revivido del padre de la escuela. “¡Aaahhhh! ¡Sarmiento!” gritaron todos. El exponente de la generación del ’37 creyó que se trataba de una exclamación de reconocimiento y continuó acercándose.
Los alumnos y maestros, conscientes de que el ajetreado mandatario era capaz de atravesar puertas, supieron que era inútil ir a las aulas. Se refugiaron entonces detrás del objeto más pesado que había cerca: la estatua de Sarmiento.
El sanjuanino siguió acercándose, con un gesto amistoso que era difícil de divisar dentro de la imagen general de cadáver en movimiento. A medida que Sarmiento se acercaba, el pánico se apoderaba cada vez más de los adultos y niños. Estaban preocupados de que la estatua no fuera defensa contra el calvo masón resucitado que los acechaba.
Todos le gritaban que se fuera, que no les hiciera nada, pero Sarmiento parecía hacer oídos sordos a sus advertencias y en respuesta sólo emitía gruñidos. Ante la prohibición de llevar armas a la escuela, los educadores contemporáneos debieron improvisar una defensa con los objetos que tenían alrededor.
Por eso, cuando juzgaron que el Sarmiento reanimado estaba muy cerca, el cuerpo docente y el alumnado se coordinaron para levantar la estatua y arrojarla sobre el putrefacto pedagogo. La fuerza del mármol aplastó al débil cuerpo recién revivido.
Segundos después, el doctor Frankenstein entró a la escuela y vio a Sarmiento en el suelo, vencido por su efigie. Se acercó hacia él mientras gritaba “¡Nooooooooo!”. Luego se dirigió a los maestros y alumnos, responsables de la segunda muerte del prócer, y les dijo “lo arruinaron todo”.
Radio Fi se puede escuchar en: http://firadio.com.ar/escuchar-en-vivo/