Vamos a Córdoba
El Siam di Tella nunca taxi estaba listo para salir a la ruta a la nochecita. Se había controlado el agua y medido el aceite como Dios manda. El viaje desde Alvear hasta Córdoba era largo, habría que viajar toda la noche por unas rutas que nadie conocía pero estaban dibujadas en mapas, siempre cambiantes porque pavimentaban una nueva. La Argentina tuvo una vasta red de ferrocarriles antes de 1960 y había mucho que pavimentar. Los trenes convergían hacia Buenos Aires y el país desarticulado se había desarrollado hacia el exterior. Sólo había caminos de tierra para audaces que se atrevieran a transitarlos. Tal vez, cuando los audaces no fueran pocos, los giles se darían cuenta. A los mapas más nuevos había que pedirlos porque sólo los podían mirar los mayores. No había por qué preocuparse si nadie se iba a perder. Salvo que se despertara de repente en medio de la ruta 8 y escuchara pronunciar en inglés el nombre de algún pueblo.
–¿Dónde estamos?
–En Jiugs.
–No me suena ese lugar. Vamos mal por acá. Pará y preguntemos porque seguro que nos perdimos. Por Jiugs no teníamos que pasar.
–Sí que había que pasar para ir a Córdoba. Estamos en Hughes, cerca de la laguna Melincué al sur de Santa Fe. Se pronuncia Jiugs, me extraña vos que sos santafesina y decís que conocés tantos pueblos.
–Ahhh… si Jiugs es Hughes voy a seguir durmiendo.
No era cuestión de andar a más de 100, por varias razones era mejor ir despacio. Entre 80 y 90 kilómetros por hora era una velocidad crucero óptima para aquel autito de los sesenta. Había
que salir desde el centro de la provincia de Buenos Aires, cruzar Santa Fe por el sur y surcar media provincia de Córdoba para llegar a Villa María. Después de cruzar esa ciudad, se desembocaba en la ruta 9 para ir a Córdoba capital. Semejante trayecto tenía algunos caminos que eran de hormigón, pero de “media trocha”, como el de 25 de Mayo a Chivilcoy. Cuando se enfrentaban dos autos, una de las manos tenía preferencia y no se bajaba de la ruta. Pero cuando venía algún camión no había prioridad que valiera, el del auto tenía que hocicar y se bajaba del pavimento mientras el camión seguía campante por la media trocha pavimentada.
En Córdoba, la recompensa era juntarse con la familia. Allí vendrían los abuelos y vivía su hijo con la familia. Ese era un tío tío, no como los del afecto que eran muchos más y no tenían ningún parentesco sanguíneo que no fuera la tremenda circunstancia de compartir bote y tener que remar juntos.
Las Fiestas siempre dieron motivo para reunir a las familias; fueron las pausas de Navidad y Año Nuevo, seguidas de largas vacaciones de verano, fechas que se destinaban al reencuentro. Las reuniones pantagruélicas serían meras excusas, ya que los descendientes de piamonteses las usaban para comer como chanchos y tomar como camellos. Dejando los postes clavados, el autito manejado por el dentista avanzaba hacia Villa María.
–Uuuy, tío… me falta la plata de la billetera, me la afanaron
–dijo el nene que iba a Córdoba a quedarse en la casa de unos parientes y había aprovechado el viaje desde Alvear. El nene era Marito, el hijo de Mario, que esperaba que ese tío del afecto le
solucionara el problema del hurto.
–No puede ser que te falte nada en este auto. Buscá bien la plata, ¿estás seguro? Acá no puede haber pungas.
–En la billetera que me afanaron había cincuenta pesos que me regaló la abuela y ahora no los tengo. Yo no digo que haya pungas pero desapareció la billetera y la plata, cuando subí al
coche los tenía. Sin la billetera me arreglo, pero… ¿con qué voy a pasar estas vacaciones?
–¿Quién le va a sacar la plata a este pibe? No estará pensando que fue alguno de nosotros, ¿qué está diciendo?, ¿que se la afanamos? Está loco, no puede haber ladrones en este auto –dijo
el hijo del tío que, por haberse sentado junto a Marito, se perfilaba como autor de la tropelía del hurto.
Todos, excepto el nene, sabían que era víctima de una broma. En el asiento de atrás, le habían sacado los cincuenta pesos para hacerlo hablar un rato y después devolverle la plata. El billete de cincuenta era lo único que había en esa billetera, toda una esperanza para no sentirse desprotegido en tierra ajena. Se lo habían dado justo antes de subir al Siam di Tella y no podía estar
muy lejos ni en ninguna parte; habría que terminar rápido el chiste para que Marito no llorase.
–De aquí no se baja nadie, no puede ser que haya ladrones en este auto. Al que se quiera ir lo revisamos de cabo a rabo –dijo la tía postiza.
–Sí, tía, no puede haber ladrones acá –dijo el nene con la voz compungida buscando protección en algún mayor. Marito se estaba poniendo a llorar, aguantaba las lágrimas porque le habían
enseñado que “los hombres no lloran”.
–Es medio raro este robo, habrá que revisar a todos. A ver… allá está la billetera y acá hay un billete y es de cincuenta. Debe ser el que te faltaba, guardalo bien, vos perdés todo –dijo el hijo
del tío haciendo aparecer el botín. El episodio había terminado para evitar el llanto del nene.
El camino hasta Villa María estaba despejado siempre. Desde allí el tránsito se complicaba y la ruta 9 se hacía insoportablemente tediosa. En esos pocos kilómetros, hasta la capital de Córdoba, cambiaba súbitamente la tonada e iba apareciendo, palmo a palmo, el más filoso humor cordobés lleno de ironía y plagado de “dequeísmos”. Acercarse a Córdoba era como haber empezado a leer la revista “Hortensia” que en Buenos Aires no se conseguía. En cualquier esquina alumbrada había
sapos para patear y “guasos” honrados por alegres borracheras.
Cuanto mayor era la tonada cordobesa más derecho tenían los “culiaos” al alcohol y la curda. En Oliva estaba el famoso manicomio donde reunían a los que presuntamente estaban “del
tomate”. Siguiendo siempre hacia el norte, la ruta pasaba por el medio de pueblos llenos de semáforos. Hasta llegar a destino para entrar por el sur, donde se empezaban a instalar las automotrices que harían más ricos a los ricos y más pobres a los demás.
Una vez en la ciudad, había que dejar al nene con la tía abuela enfrente de una iglesia doctoral. El dato geográfico no significaba mucho en una ciudad siempre llena de iglesias que dejan respirar ese aire colonial que tanto gusta. Mucha influencia de los curas y de otras razas, como la de los abogados, que no contentos con enseñar en Chuquisaca habían creado la primera
universidad. El dentista aprovechó para explicar que allí había estudiado y que Córdoba era cruzada por el río Primero. Había crecido muchísimo la ciudad y por eso él no conocía tanto.
–¿Por qué le dicen Docta?
–Aquí fundaron la primera universidad del país. Por eso le dicen “doctos” a los que tienen muchos conocimientos, gente instruida aunque sea a los tortazos.
–Docta suena a medialunas rellenas o a tortas negras. Debe ser por eso que estos tipos son entendidos a los tortazos.
–Si te escucharan los tíos se ofenden, ¿cómo se te ocurre decir que los doctos son los que entienden a los garrotazos? No empecés a decir pavadas, ya le robaste el billete al nene y casi
llora – aseguró el tío.
–Pero no lloró. Yo no creí que se las iba a aguantar el borrego.
–¿Cuándo te vas a portar como la gente?
–Papá, yo me quiero portar bien pero a veces no me sale. Casi nunca me sale.
–Ahora me acuerdo. Me contó tu tía lo que pasó el año pasado en Carnaval. Con una bombita de agua casi volteaste a un tipo en una moto y tuviste que refugiarte en sus polleras.
–Y sí, después de que lo bañé alguno me tenía que salvar y por suerte estaba ella. El tipo venía por la diagonal en una motito, le tiré el globazo de agua y lo empapé, se bajó y me
empezó a correr. Ahora me acuerdo que tenía un traje blanco pero yo no podía saber que iba a una iglesia a casarse. Me corrió hasta la puerta y cuando contó lo del casamiento la tía se reía. Lo hizo pasar a la casa y le prestó una toalla para que se secara. Tenés que tener en cuenta una cosa importante papá: fue uno de los mejores globazos que tiré en mi vida. Lo hice sopa.
–Todo el tiempo me estás haciendo renegar. ¿Cuándo me vas a dar tregua?, ¿vas a cambiar y te vas a portar bien? Sos un Judas, siempre hacés lío y te tienen que andar corriendo. Ya te pasó con Miriam, si no te salva tu madre Mahmoud todavía te está pegando. Sólo a un loco como vos se le puede ocurrir intimidarla y pegarle.
–Papá, no mezclés las cosas, con la Turquita fue distinto… Mahmoud, ¡qué nombre!, no me digas que te gusta. Ella no me hizo caso: yo le dije que entrara, que no estuviera en la puerta de
la tienda y le dí un plazo.
–¿Quién corno sos vos para decirle que entre y darle plazos? Ella está donde quiere.
–Pero yo le dije que si se quedaba en la puerta de la tienda y no entraba le iba a pegar. Ya le había avisado y no me podía imaginar que el Turco estaba escondido y me iba a correr si le
pegaba. Por suerte me siguió como cincuenta metros y no me pudo alcanzar.
–Callate, callate que me hacés dar más bronca. No te puedo estar cascando a cada rato. Sé bueno, portate bien, pensá un poco lo que vas a hacer. Me tenés cansado y ya no sé cómo decirte las cosas y lo mal que te portás. Te pasás el día pensando en hacer travesuras estúpidas, una detrás de la otra, tu mente no descansa con tal de inventar la próxima.
–Papá, yo no soy el peor. Creo que me escuchaste: quiero portarme bien pero no puedo. No me sale.
–Ya sé que podrías ser peor. Prefiero no imaginarme.
Eduardo Camisassa, El fin de la siesta, Viajera, 2013.