Agua o niño que corre, de Eugenia Coiro, tiene la particularidad, y la virtud, de contarnos un relato. Generar de la poesía una historia. Atraparnos en ella. Te envuelve con una sustancia tibia, hecha de un misterio que pregunta. Algo nace sin forma, vaciado de humanidad, monstruoso hasta el punto de no saber qué es.
Te lleva por un túnel a la profundidad, y en el trayecto se ríe, mueca irónica. ¡Cómo caés tan fácil en el juego de creer que lo inhumano está por fuera! Se puede ver, y hasta tocar, en algún lugar concreto, solo falta saber dónde. Está ahí, a la espera de que lo encuentres, para-que-te-quedes-tranquilo.
El relato se camufla. La fantasía, la descripción de “lo natural”, la metáfora “inocente” que oculta su verdadero rostro. Que el lector encuentre su propia máscara, lo descubra sin ayuda. Esa historia le recorre el cuerpo. A él y a cada uno.
El libro nos deja una pista, poder conciliar lo irreconciliable: (…) transfigurame en poesía liberame niño vivo muerto.
La poesía, tanto como el amor, confunden límites, los diluyen, borran.
Axel Levin, 2014.