El lahuan es un nombre mapuche, quiere decir abuelo. Me enteré hoy cuando llegué a un árbol de corteza marrón oscuro, rebautizado alerce, descascarado pero inmune, después de seguir un sendero guiado por carteles y me dio ternura. Quedan pocos, viejísimos y firmes, y le dan el nombre al parque nacional. Ahora estoy frente al río verde de los arrayanes, avispas sin parar con flores blancas, madera clara canela, finita, pan casero del camping y el anteúltimo mate porque se me acaba la yerba y no venden. Es mediodía y la luz es tan fuerte que cuesta ver.
Ayer ella se subió al micrito. Dos semanas juntos y el abrazo insostenible porque el transporte, única vía a Esquel con mucha tierra seca volando tras la ruedas, sus labios húmedos un momento y los ojos tan brillantes. Yo sabía que ella volvía una semana antes, pero no pensé la potencia ni el contexto. Porque ayer estábamos en un rincón del parque al que llegamos sin información y casi de casualidad: solo el lago azul y el cielo sin nubes, la escollera en la bahía, muchas piedras, el sol tras las montañas con nieve a lo lejos y mi carpa naranja para dos personas. Sin vecinos cerca, provisiones a más de un kilómetro por la ruta, un nombre del lugar que ahora siento poético y nada más. La despedí, me abrí unas latas para la cena, aproveché las últimas luces frente al resplandor rojo o violeta del agua y pensé que algo sobre esa noche en La quebrada del león tenía que escribir.
De acá un rato voy a conocer una laguna que dicen que se esconde, voy a cocinar, bañarme otra vez y seguir leyendo. El viaje sigue y por primera vez pude escribir. Estoy contento porque ya no la extraño con la expresión de su voz y su piel repitiéndose, sino con la certeza que guía tibia. Me recorre, latiendo, esa fuerza asimilada que es tiempo vibrando. Hacia atrás y hacia adelante, agua o viento que gira, acompaña dulce y mueve las piernas.
Sigo en viaje.
Axel Levin, 2016.