Los años le habían enseñado cómo ser una más en la familia. Se esmeraba por vestirse como sus hermanas, las polleras anchas, y las blusas sueltas para ocultar lo delgado de su cuerpo, el pelo recogido en una coleta, hasta se tiñó de oscuro para evitar el tono castaño que contrarrestaba con el negro de su entorno. Caminaba lento, dormía la siesta, cabalgaba, hacía mermelada con su mamá y pan casero. El tono con el que hablaba era el mismo que todos en la provincia, eso le daba la certeza de ser una auténtica tucumana.
Si alguna vez tuvo otros deseos, se ocupó de callarlos y mandarlos a un rincón sombrío de su inconsciente. Las dudas de la infancia, la ausencia de fotos, de anécdotas creíbles, también fueron enterradas en ese lugar, debajo del piso de la normalidad.
Pero había algo que no podía manejar, que la atormentaba, la sacudía. Le pasaba cada vez que un desconocido la miraba fijo y se tragaba el comentario que ella desesperada quería ignorar. La invadía el enojo salvaje, sus cachetes de piel suave se ponían rojos. Luego la huída tras la falda de su mamá. Al crecer, no había polleras para esconderse. Entonces enmudecía, se escapaba corriendo lejos, bajo un árbol con raíces gruesas que la convencían de que también podía aferrarse al suelo seco, resquebrajado de tanta sequía. Se sentaba sobre la gorda raíz, mientras los pies se mimetizaban y el alma se secaba como el suelo. Después de un largo rato se calmaba, volvía a su vida, enterrando ese desagradable episodio en el rincón sombrío. De a poco, se iba llenando de momentos y pensamientos ignorados.
El inicio de la etapa escolar fue difícil, tortuoso. Los niños con la crueldad sin freno, no solo la miraban, le hacían preguntas maléficas, cuyo conjuro producía en ella el fuego en su piel. No los enfrentaba, no podía, simplemente corría a ocultarse tras su hermana mayor. Fue así que de tanto aislarse terminó solitaria casi sin amigos.
Tampoco podía manejar lo que le sucedía cuando se miraba al espejo. Ahí el efecto era mucho peor. Su reflejo le gritaba, la sacudía, la maltrataba. Si cerraba los ojos no podía verse, y al abrirlos nuevamente, la verdad la abofeteaba. El porqué del verde cristalino, silencioso, hasta placentero de su iris, igual que el arroyo donde solía tirar piedras con sus hermanos, aquel en que las rocas del fondo no se ocultaban y podían verse las algas aferradas al piso, el porqué de ese color único como una gema preciosa, era lo que no podía responder ni tolerar. Cómo ocultarlo y llevarlo al rincón sombrío, cómo ignorarlo si siempre un espejo estaría esperándola para recordarle que nunca sería una más. No quería sentirse única, especial, distinta, no deseaba enterarse de ninguna verdad que sacudiera sus creencias. Era una raíz de aquella tierra y así quería permanecer.
En una época hizo preguntas, buscando respuestas que calmaran los temores sobre sus orígenes que surgían como ráfagas de viento intenso, amenazante. Una bisabuela de la que nunca encontraron la foto, un antepasado difícil de demostrar, fue la evasiva respuesta que le dieron. Lo creyó, desesperada se convenció de que aquella mujer era la portadora de los genes verdosos, del lago en sus ojos que se aclaraba aun más con los rayos del sol. Le imaginó un rostro luminoso, un cuerpo delgado como el de ella, un cabello claro y la mirada de gema, calma e intensa. Tanto la soñó que hasta hablaba de la bisabuela, de sus anécdotas, como si la hubiese conocido, y escuchado los relatos de su vida. Al principio la familia se horrorizó, intentó callarla, sus hermanas se burlaban, la trataban de niña soñadora como si tuviera una amiga invisible, pero cuando vieron que enrojecía y huía para fundirse con la raíz en la tierra seca, empezaron a escucharla como si le prestaran atención. Hasta que la bisabuela pasó a ser un antepasado real en la familia.
Evitó desconocidos que la miraran raro, evitó espejos que reflejaran la verdad negada. Siguió llenando el lugar sombrío con todo aquello que atentara con la vida a la que se aferraba. Hasta llegó a usar lentes oscuros para que nadie notara sus ojos y ocultarlos frente a los espejos que aparecían amenazantes en cada lugar que frecuentaba.
Pero su reflejo tenía carácter. La imagen en el cristal no aceptaba la ignorancia de quien la creaba, deseaba ser única, distinta. Por qué ocultar entonces su sello distintivo, aquel verde glamoroso que le daba la belleza, su máxima aspiración. Al reflejo no le importaban los sentimientos, la pertenencia, los afectos, sólo quería la perfección de su imagen, ser distinguida, bonita. Cuando se miraba en un espejo con los lentes oscuros, la imagen le mostraba el color claro, se lo hacía notar con tanta intensidad que parecía que los anteojos no existían. Una atracción tan fuerte ejercía el vidrio sobre ella que la obligaba a descubrirse los ojos. Siempre pasaba lo mismo, el color la atrapaba, su belleza única la embriagaba hasta que los cuestionamientos se instalaban en la mente para atormentarla como pájaros carpinteros picoteándole la cabeza.
Así pasó el tiempo mientras su vida transcurría convertida en una normalidad fingida, evitando constantemente eventos agobiantes. Aquel rincón sombrío del inconsciente se fue llenando, despacio, con cada momento, historia, interrogante que la acechaba, mientras los espejos se empecinaban en recordarle aquello que ella negaba.
Y llegó su cumpleaños número quince. Un evento esperado por toda la familia y también por ella. La madre se ocupó de los preparativos, el salón, los detalles del festejo, los invitados, tanto familiares, amigos y hasta desconocidos con relaciones importantes para el padre. Ella se concentró en elegir un bonito y elegante vestido de princesa, ceñido hasta la cintura, la falda de tul con vuelo, de color rojo, los cabellos recogidos, una corona y unas sandalias de taco fino. Esta vez su delgadez no le importaba, a esta edad todas las chicas buscaban ser flacas. Tan llamativa sería su imagen que los ojos pasarían desapercibidos como dos luces pequeñas en un telón gigante. No podía ignorar este momento, sus hermanas lo habían pasado, y además, en la ciudad era considerado un evento social de los más importantes. Debía ser el centro del festejo, eso afianzaría su creencia de pertenencia. Se dejó vestir, evitó mirarse fijo al espejo, aunque el temor no cesó de acecharla. Para su sorpresa, no sintió la presión ni tuvo que padecer la lucha con el reflejo por la que terminaba deprimida y angustiada. Quizás ya había aceptado la normalidad y no volvería molestarla. Eso le dio confianza y se relajó, por primera vez, dispuesta a disfrutar a pleno sin miedos que la acecharan.
Llegó a la entrada aferrada al brazo de su papá. La ansiedad mezclada con una sensación única de felicidad la invadieron. Al abrir la puerta, se encontraron frente a un pasillo que debían cruzar para llegar al salón donde los invitados los esperaban. Un pasillo largo, angosto, cubierto de espejos. Ella se paralizó, era imposible que fuese cierto, el reflejo no podía hacerle algo así, qué tonta fue al creer que le había ganado. Pero no, ahí estaba su imagen en cada paso que daba, mostrándole el cuerpo esbelto cubierto con el bello vestido rojo de princesa, el rostro adolescente, y por supuesto, sus hermosos y únicos ojos verdes, los que se iluminaban ante los flashes del fotógrafo como el sol tocando el arroyo. La emoción se transformó en angustia, desesperación, deseos de escapar. Su padre la empujó para que atravesaran la alfombra. Intentó cerrar los ojos pero se tropezaba, y aquella fuerza intensa volvió, con tanta potencia que no pudo más que mirar, mirarse en cada reflejo que surgía ante cada paso que daba. Contemplar la belleza única, distinta, diferente del resto. Llegaron al salón donde la gente la esperaba. Una pantalla gigante con su cara sonriente de ojos verdosos ocupaba una pared. Se plantó, como si sus pies fueran las raíces que no pudo encontrar. Los invitados comenzaron a aplaudir con fuerza y a gritarle palabras lindas. Pero ella sólo tenía la mirada enfrentada a su imagen, los oídos atentos adivinando los murmullos de los desconocidos: ¿se los viste?, quién los tiene así de verdes, tan claros, ¿acaso será lo que pienso?, ¿vos qué crees, que no es hija del señor o que es adoptada? Hizo un esfuerzo por negar todo aquello que la atormentaba y mandarlo rápidamente al rincón sombrío, pero ya no había lugar. Estaba tan lleno que la presión lo hizo estallar. Todas las dudas enterradas salieron a la superficie y se mezclaron en su cabeza. El piso de la normalidad se había roto, la mente nada ya podía controlar.
Para ella era imposible resistir. No podía permanecer un segundo más. Huyó con su vestido largo levantado para no tropezarse, se sacó los zapatos que le molestaban y corrió sin detenerse hacia el campo. Partes de la tela quedaron impregnadas en matorrales y su piel se tatuó con arañazos de algunos espinos. Siguió sin parar hasta llegar al árbol. Frenó agitada, respiró profundo y cerró los ojos para que los párpados cubrieran esa maldición que no la dejaba en paz. Estaba dispuesta a ganar. Ningún reflejo de tontos espejos iba a impedirle mantener sus orígenes, ningún lugar sombrío se apoderaría de su ser. Se sentó en la gorda raíz, y con las uñas pintadas de rosa pálido hizo un agujero en la tierra, perdió algunas en el intento ante la sequedad del suelo, aunque nada le importó. Finalmente metió los pies en el pozo y se recostó hasta que la espalda quedó pegada al tronco, mientras los pies se volvían raíces y los brazos ramas. Pero los ojos no se cerraron. El verde de su iris siguió resaltando el rostro único, hasta que llegó el sol y lo iluminó como un arroyo helado.
Andrea Larrieu, 2016.