Tres hombres y la única mujer atractiva, para colmo sugerente y tramposa. Sí, muy tramposa. Había dicho no saber nada cuando pronunció una mentira, pero todos saben de su enorme hipocresía. Enorme y originaria. Plantada, como el árbol del que diera de comer a su pareja, terminó erigiéndose en el centro forzoso de todo cuanto existía.
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Quizá los cuatro habitaran un desierto o un vergel repleto de árboles. Podría haberse tratado de un oasis casual en medio de una nada tremenda, tal como si aquella hubiera sido una planicie pampeana interminable. O, habría sido una estepa blanca nevada, mechada por algunos esporádicos árboles blancos, siberiana fantasía.
Hubo un día y luego otro en que esa mujer pariera dos varones.
Ellos jugaron hasta un instante letal. Uno de ellos habría de imponerse al otro. Altercados por cuestiones nimias: comida, el tiempo de exclusividad para habitar el regazo materno, los chiches del otro. Inequívocas pistas de futuro cargado de nubarrones bajos y espesos.
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Las intervenciones del padre eran básicamente ineficaces.
Tras la expulsión quedó cerrado en sí mismo, mal dormido, cabizbajo. Tomado de ella, apreció con desesperación, cómo se instalaban dos espadas flamígeras que cerraban de forma inexorable su retorno. A los pocos segundos dos guardias altos, fornidos con ojos imperturbables y rictus repulsivo labrados en sus máscaras de hierro, amenazaban a quien intentara regresar. Bajó la cabeza. Había perdido la oportunidad de vivir con estilo relajado, edénico. Ella nunca se hizo cargo de su acto tentador y palabras sibilantes, también lascivas. Se escudó en la otra, a quien llamaba la arrastrada, una verdadera serpiente que le habría sugerido tomar del fruto. Él probaba sin suerte separar a los hermanos cuando reñían. Como en todas las historias fraternas, el padre incrementaba la rivalidad al ser incapaz de resolverla.
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Tres hombres y una mujer. Tras la expulsión, toman nota de que no serán como dioses. Ella se ha puesto una mínima vestimenta. Desnuda no era apetecible, pero ahora lo enciende. Se acerca, se hacen cosquillas, manosean, excitan y casi sin darse cuenta, se descubren. Más tarde parirá con dolor, primero a uno y luego al siguiente. Dos hermanitos. Sin otras mujeres, el clima se volverá más y más opresivo. El padre no logra reponerse y ella no refrena su boca desmesurada. El griterío de los chiquillos es insoportable: corren y se arrancan el cabello en refriegas frecuentes y escandalosas. Lo anómalo se vuelve norma. El grupo, aislado y denso, acude a una piedra para elevar plegarias. El padre y la madre aúllan: piden perdón por haber desperdiciado la oportunidad y ahora estar solos, perdidos y a la deriva. Los hijos observan la escena sin entender bien. Se pliegan al altar incinerando hojas que dejan salir un humo blanco, persistente, infinito, en la esperanza que del cielo llueva el alivio.
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Los varoncitos crecen y se hacen jóvenes, casi adultos, con todas las de la ley. Su impulso sexual empeora el panorama. Salen de caza para traer lo mejor, plantan y recogen el privilegiado primer fruto de los árboles, pretendiendo que la ofrenda sea aceptada.
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Demos un nombre a cada quien: Adán, Eva, Caín y Abel. Dios campea. Tetragrama impronunciable YWVH, Elohim, dueño de lo existente. Adán escondido en el Edén trató de no ser interpelado, aunque su rostro expresara culpabilidad. Cara larga. Los hijos supieron de cómo se había arrastrado por una mujer. El mal camino. Silencioso Adán, escondía su rostro en la quietud de la tienda, mientras escuchaba a Eva parlotear incesantemente sobre el futuro de los niños.
Para estas escenas se acostumbra imaginar un clima tórrido en un mundo pleno de recursos, sin preocupaciones por el día de mañana donde Dios proveerá y no habrá que sembrar, ni cosechar ni esforzarse. Pero lo cierto es que allí las jornadas largas con el sol a pico, condicionaban los ideales y la puja fraterna se hacía en un crescendo continuo.
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Caín trae su ofrenda y aunque huela mejor que el don de Abel, su padre lo rechaza. No es rechazo, es desconsideración, es un reojo, un soslayo, un brillo opacado, sutil. El nombre de Abel proviene de suspiro, porque durará menos que ello. Caín proviene de adquisición. Trabajará duramente por haber robado el último aliento a Abel. Duro porvenir.
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Parece ser que Caín dijo algo a su hermano, pero quedó en una serie de puntos suspensivos y no sabemos el texto de la invitación. Pudo haber sido:
Salgamos de aquí y busquémonos una mujer para cada quien.
Entonces Abel pudo haberse burlado diciendo: no seas ridículo, no hay más mujeres que mamá y como ella me prefiere, papá no aceptará nada tuyo.
Comenzaron a discutir.
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Abel giró como todos los prepotentes que dan la espalda creyéndose invencibles. Caín ya tenía en su mano un hueso macizo de vaca. Lo había tomado para entretenerse. En un claro del bosque le asestó el golpe. Nadie los vio. Por ello las escrituras se abstuvieron de contar algo más. Al no haber testigos el registro se volvió puntitos interminables que muchas generaciones intentaron descifrar, sin éxito.
Siguiendo la suerte de su nombre, Abel caminaba liviano, como nube etérea. Caín pisaba fuerte, ennegreciendo y amoratándose de enojo. Abel se hacía el que no veía, o realmente no apreciaba nubes de tormenta en el horizonte. Dicen que Caín revoleó su arma blanca, otros aseguran que la clavó en la nuca de Abel.
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¿Fue ese un largo combate?
Se saludaron ceremoniosos con una mano abierta y la otra cerrada en un puño.
Se miraron fijo. Se dijeron cosas como:
“Hace rato que alguien tendría que haberte puesto en tu lugar” o bien “Demasiado me aguanté estas ganas de cagarte bien a trompadas”
Bajaron la frente para saludarse. El aire comenzó a silbar por los golpes y patadas. Giraban armoniosos. Alguien podría condenar este relato por imposible, ¡está fuera de las posibilidades! Caín y Abel, sin embargo, contuvieron en aquella lucha a todos los combates y modos de matar.
Uno con nunchaku, el otro la katana. Hábiles corrían sus cabezas ante las flechas del otro.
¿Habían practicado Kung Fu?
Quizá en tanta espera de un final anunciado, se hayan entrenado en los secretos de los templos de Oriente. Hubo un golpe certero. Abel cayó con la cabeza contra la raíz de un árbol.
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Don Quijote sostenía con tristeza que las armas de fuego habían sido la razón del final de la Caballería. Ellas permiten, sostendría en una larga prédica en uno de los paradores de la Mancha donde pasaba noches alucinadas, pelear sin combatir cuerpo a cuerpo, quitando la vista del otro y ni siquiera contemplarlo a los ojos en un final anónimo, cobarde, indigno de humanos que al menos se inquietan por corroborar la identidad de la víctima.
Siguiendo esta línea cuasi histórica, pudo haber sido una ametralladora la que ratatatattt, hacía ruido como en una película americana y Abel en esta versión respondió con una granada (ahí se lo ve mordiéndola para arrojarla) y kapuum, pero Caín tenía más poder de fuego y sorpresa, porque estaba listo para el crimen y saca de su media, allí la tenía escondida como último recurso, un arma pequeña que tiene sólo dos tiros disponibles, y pum pum. Final.
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Caín lo mira a los ojos. Abel queda hipnotizado. Presiente la furia que bulle en el interior de su hermano. Pero quiere creer que Caín tomará conciencia de la falla del padre al aceptar un presente en detrimento del otro. ¿O fue Dios quien insidioso pretendió ponerlos a prueba?. Se está por consumar el primer homicidio en la humanidad y será entre hermanos. Se puede achacar a Eva que siempre mostró su preferencia por Caín y lo malcrió, le consintió sus caprichos y su salvajismo. Abel se sintió protegido por el padre.
El asesinato pudo haber sido más sencillo: sin que Abel se resistiera, Caín lo tomó del cuello y lo soltó cuando sintió que el otro no tenía más aire para soltar. Hasta el último aliento. Abel no dejó descendencia. Las sangres derramadas clamarán desde la tierra y Dios buscará al culpable sabiendo de antemano quien ha sido. Como antes ya había revoloteado por el Eden buscando a Adán sabiendo donde se hallaba. Dios es retórica pura, es quien pregunta sabiendo la respuesta. Pero quizá sea magnánimo, ya que habilita la confesión. Las culpas no resueltas de los padres caerán sobre las siguientes generaciones. Hasta la última.
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Un arma de fuego y con fuego. Lo incineró para que nada quedara y sus restos se encolumnaran al cielo para que Dios oliera y no se equivocara: Caín, yo el asesino, maté por un único motivo, tu desdén diospadre, tu nariz fruncida y malvada que ahora podrá regodearse con el aroma de tu elegido. Abel se hizo fragancia Padre para tu eterno olfato. Serás quien tendrá que advertir a la humanidad que esa podredumbre está en su esencia.
Caín lo ignoró. Abel lo miró implorante cuando estaba en el suelo ya agonizando.
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La familia puede ser una verdadera desgracia.
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Caín se mojó de miedo. Teme ser perseguido por Los Vengadores. Se esconde. Se esconde. Se esconde. No queda claro de qué ya que no habría más habitantes sobre la tierra. Se trata de una de las tantas contradicciones que acumula el texto bíblico, al igual que éste. Está maldito. Lleva la marca en su frente. Será reconocido. Fue un homicidio, mató a la humanidad toda. La que habría descendido desde Abel y que hoy no existe. Cuando Moisés baje del Monte Sinaí se explicará la diferencia: el mandamiento labrado en piedra dice “no asesinarás”. Cain pretendió argüir haber matado en defensa propia, pero fue clara la intencionalidad, las ganas de limpiar el mundo de rivales.
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El Génesis no aclara qué pasó con los padres. Sólo se sabe de Dios enfurecido y Caín en pánico. ¿Habrá llorado Eva? Los griegos habrían convertido este relato en tragedia: Eva de un plumazo se queda sin dos hijos, gira y acusa a Adán de inoperante e inservible. Clamaría clemencia a alguno de los dioses del Olimpo y si bien Abel no resucita, los dioses tras un intenso debate lo convierten en nuevo dios del panteón. Dicen: hagamos un dios de las víctimas de las rivalidades fraternas.
Pero la Biblia es seca, sin adornos y lacónica. Sólo nos dice que Adán y Eva vuelven a parir otro niño tiempo después, Enoch. Ya crecido, agreguemos, lo llevan a la tumba de Abel para que se entere de las malas acciones de Caín, y que así aprenda.
Pero cuando parecía todo quedar omitido, elidido de la memoria, Dios se harta de esta mala genética y adviene el diluvio universal. Sodoma y Gomorra, la maldad de Nínive, la pulsión incontrolable, todo fue hundido en agua bendita.
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Una sísmica inundación sin tiempo.
Ricardo Czikk, 2016.