Sobre El fin de la siesta de Eduardo Camisassa
Por Eduardo Stafforini
En la lejana década del cincuenta un niño se empeña en descubrir el mundo. Desde un pueblo de la Provincia de Buenos Aires interpela, cuestiona y pregunta, buscando respuestas que no siempre están disponibles. Con la ayuda de su ingenio entonces, y el puñado de conocimientos que adquirirá en el camino, procurará hallar el porqué de las cosas, las leyes universales que gobiernan el mundo. Como aquel el niño que San Agustín encuentra en la playa, obstinado en trasvasar el agua del mar a un pozo en la arena.
Este es el viaje que nos propone El fin de la siesta, un recorrido a través de la mirada de Albertito, un niño asombrado, vivaz y siempre inquieto. Por detrás, el lector adivinará la del adulto que juega y se divierte, y se emociona desde otro lugar y otro tiempo: el que vino después de la siesta.
El camino comienza por la familia del protagonista. Desde allí, como una onda que crece en el agua, va irradiándose la vida. Desde el centro mismo de la Provincia de Buenos Aires hacia el resto del mundo. Aparecerán entonces un sinfín de personajes y situaciones, gente del pueblo, amigos, parientes, maestros… y también distintos lugares como Rafaela, Córdoba o Rosario, a los que Albertito irá para visitar a sus abuelos en ocasiones tan especiales como recordadas… Y también como adulto -saltando por arriba de los años, porque el tiempo es circular- viajará a Italia, la tierra de sus ancestros.
Todo impregna la mirada del protagonista y quedará registrado con total precisión, pues como en un rito, el detalle resultará esencial a la hora de transformar lo vivido en recuerdo. Las descripciones, sin embargo, no aminoran la velocidad de la marcha, están al servicio del relato y no desvían la atención del lector. En pocos trazos el padre aparece como un hombre severo, autoritario, gruñón, pero siempre con un fondo de cariño y ternura. La madre, en correspondencia, se subordina a la autoridad del hombre, última instancia de apelación. En ese orden jerárquico, los niños son la base de la pirámide, les toca obedecer. Y el último orejón del tarro viene representado por la hermana menor, víctima de un hermano que la somete a sus permanentes bromas… un poco de aburrido nomás, o quizás porque no puede domesticar su particular naturaleza, mezcla de inocencia, picardía y una saludable cuota de malicia.
Siempre inquieto por encontrar leyes que expliquen el misterio del universo, Albertito arribará a conclusiones tan sorprendentes como irrefutables. Descubrirá que la ganadería se rige por la tabla del dos y la agricultura por la del cincuenta. Los juegos se clasificarán según las reglas de la geometría y los precios acatarán relaciones jerárquicas tan estrictas como la ley de la gravedad: un kilo de maíz vale menos que un kilo de tren, el gramo de central nuclear resulta más caro que el de sandía. Todo parece encontrar su orden en un mundo unido por leyes que pueden ser conocidas o no, pero que en todo caso serán descubiertas en algún momento por la curiosidad inclaudicable del protagonista. No obstante, siempre habrá algo que desborda, planos de la realidad no dispuestos a someterse a las leyes. En las partituras -que el autor asocia con diagramas de flujo- “todo estaba escrito menos los sentimientos”. He ahí la cuestión, los momentos de emoción no entran en las tablas de multiplicar… en todo caso, allí opera otra aritmética, la del silencio.
En contraste con el humor abierto y hasta socarrón que prevalece en buena parte del libro, hay situaciones donde el niño parece suspender su carrera por la comprensión y el clima vira hacia la emoción y el lirismo. La velocidad del relato se aminora y aflora cierta nostalgia no exenta de alegría. Como cuando Albertito juega a la pelota con su abuelo Yaco en la provincia de Santa Fe. “Sólo se escuchaba el ruido de la pelota contra los cuerpos. Concentrados en la aritmética del silencio, el viejo y el chico sumaban el dolor de la despedida y el placer del reencuentro poniéndolos en la misma bolsa que exudaba felicidad”.
Precisamente, a través del recuerdo del abuelo Yaco se instala otra temática importante: cierta mirada crítica del mundo expresada por una suerte de anarquismo filosófico-telúrico. El abuelo Yaco, que no creía demasiado en el capitalismo, consagra una frase que resume con gracia esta posición: basta que sea. Ella parece responder a muchas de las preocupaciones que aparecen a lo largo del libro: la nostalgia por un mundo desaparecido, menos complejo y más inocente; la crítica al consumismo; el desacuerdo con un modelo de vida basado en el afán de lucro y la acumulación. Precisamente todo lo contrario a lo que hacía Yaco, que “en su estoicismo había llegado a ser uno de los hombres más ricos, aquellos que ganan mucho porque no necesitan nada”.
Narrado en primera persona por la voz de un adulto pero con la mirada inconfundible de un niño, el libro nos abre las puertas a un mundo encantado, donde la nostalgia no alcanza a imponerse del todo, pues el humor -siempre presente- se encarga de balancearla evitando cualquier desborde. Se trata de ese humor característico de la provincia, que el autor domina a la perfección, y que en este caso se nutre también del lenguaje de una época: el de la década del cincuenta. Cuando la gente podía ser chúcara o remilgada, se apretaban las clavijas, había que repasar las lecciones y se decía te voy a dar. Usado con maestría, este es uno de los elementos que más aporta a la especial coloratura de estos relatos.
Humor y nostalgia, mirada crítica sin descuidar nunca la gracia, Camisassa nos invita en su libro a recorrer su mundo singular, una morada llena de recuerdos, anécdotas, obsesiones y teorías tan delirantes como sensatas. Y en ese viaje, contagia al lector su nostálgica alegría; porque, como dice la poesía al comienzo del libro, la última sinfonía -la del presente, la inconclusa- es siempre la mejor.
Categorías