Las Viejitas Amalaya
(Fragmento)
El patio estaba listo con baldosones rojos que habían sido baldeados a la mañana. Era una tarde soleada de noviembre cuando se presagiaba el inminente verano. Se entraba de la calle por atrás, por una puertita que había sido ganada al corralón bajo, un metro ochenta o menos. El nene pasaba muchas tardes en aquel jardín, acariciando la tierra, ensuciándose, mirando los yuyos como meditando y agazapado. Al lado del corralón había un sendero que desembocaba en otro más grande, que iba a una puertita de hierro. Muchas veces el nene se preguntaba para qué franquear límites, para qué sirven los candados si tienen combinaciones que alguien sabe y por qué los fondos se comunican con puertas.
Paralelo al corralón, estaba el sendero donde al costado esperaba una planta de quinotos siempre repleta. La casa principal estaba del otro lado y se entraba al patio pavimentado donde una puerta daba a la cocina que era de leña. Cuando se quemaba, dejaba en el fondo un hollín blanco que servía para limpiar cubiertos de alpaca frotándolos pacientemente con un corcho. Al terminar los baldosones rojos, estaba el patio de tierra donde se ensayó una quinta cultivada a la que venían a buscar limones. O papas, o cebollas o alguna cabeza de ajos. Los quinotos, en cambio, estaban reservados a los más jóvenes, porque para que cayeran había que zamarrear la planta.
Eduardo Camisassa, El fin de la siesta.
Próximo título de Viajera Editorial.
«Boy In A Fig Tree», Kate Johnson