Perro
El perro hunde la cabeza y se demora buscando la piedra. ¿Busca con la vista o puede olerla bajo el agua? Nunca me devuelve la piedra que arrojo, siempre es otra llamativamente distinta. Pero no es cualquiera, la elige cuidadosamente. Con la roca entre los dientes nada hacia la orilla y repite siempre una misma secuencia, camina hasta salir del agua, suelta la piedra, se sacude el agua del pelo esparciendo miles de gotas con olor a lago y a perro, y vuelve a mirarme de cerca, a esperar que le tire alguna piedra que recomience el juego.
Montaña
No me siento una con la montaña. Estoy sobre ella. Sobre un punto ínfimo de ella. Mi peso es inexistente. Soy imperceptible para la montaña. Pienso en los antiguos pobladores de los andes (“pobladores” no es la palabra). Pienso en los incas. No. Pienso en una frase que leí en algún lugar sobre unos que creo que eran los incas. Los “incas” reverenciando a las montañas. Nombrando a cada cerro y atribuyéndoles distintas personalidades y poderes. No me siento una con la montaña. Me siento ingrávida sobre ella (ella no es femenino ni masculino, es como dice Clarice “it”, pero yo no llego al it montaña, solo lo presiento desde mi ingravidez, desde mi pequeño y roto ser). Temo caer en cada quebrada, me abismo. La montaña no me atrae a la horizontalidad. En picada permanente, me desplazo con toda la precaución posible. No alcanza. Ando con cuidado como forma de salema, de saludo reverencial. Puesto que la montaña me somete. No me amenaza con la muerte o el dolor. El temor a caer es el miedo a perderme en sus entrañas de roca y filo, de bosques de árboles desmembrados, de pájaros altos en círculo. El temor es a no querer poder partir nunca más. A que no haya un afuera. No hay un afuera. La montaña es un volcán. No. Es un hueco infinito de pradera y pedregullo, de estepa y cielo celeste. De nubes frías que bajan y me atraviesan. Me siento en un borde y mis piernas flotan hacia arriba. La noción espacial alterada. Temo nunca poder bajar, subir.
Inéditos de la serie Traful.