Las mujeres paren a sus hijos en el río, sin abandonar su trabajo. Se ponen en cuclillas a la sombra de algún matorral alto y, tomándose de una rama fuerte, comienzan a pujar.
Allá el sol es intenso y las mujeres trabajan a la par de los hombres.
Cuando los niños nacen muertos no se los lleva hasta los caseríos, simplemente se los deja en el río para que la corriente los arrastre lejos.
Me agacho en la orilla, me inclino hacia la parte profunda. Sobre las piedras sumergidas, el contraste de los grises es sutil. Fijando la vista los puedo observar. Quietos, inmóviles, prendidos a la superficie de las rocas. Tienen la forma de una gota alargada, una gota gris, viva, espesa y callada.
Tengo que mantener la distancia. No hace falta hacer ruido o tocar el agua. Con tan solo acercarse, ellos saben. Nos perciben. Se escabullen. Mueven su cola un par de veces y ya están ocultos bajo alguna piedra. Acaso una piedra invisible.
Eugenia Coiro, Agua o niño que corre.
Próximo título de Viajera.
Gerhard Richter |