Los Mocosos de Liniers, qué colosal presentación
Cómo late el corazón cuando la murga ya se ve.
Había que empezar de nuevo. La identidad anterior ya no existía, era necesario crear una. Después de un mes de dormir en casa de la tía Dinorah los fines de semana, ese sábado decidió que ya estaba de tomar cuartos de clonazepan, comer pizza frente al televisor atragantada de espanto y se vistió para salir.
Fue al teatro de La Fábula, en el barrio del Abasto a buscar a un viejo amigo y quizá, si tenía suerte, encontrar un nuevo destino.
Pagó la entrada, miró sin ver la función y esperó a Reynaldo a la salida. Se abrazaron y fueron hasta un bar para tomar algo. Hacía años habían sido delegados de ATE, durante la época en que Irene trabajaba como secretaria en una repartición pública, mientras estudiaba. Sobrevivieron al degüello generalizado, ella renunció y su compañero se sostuvo milagrosamente. La complicidad del desvelo seguía intacta, expectante.
Reynaldo también era actor, dramaturgo y director, solventaba a duras penas ese teatro que compartía con un socio, en el que desfogaba su pasión de funámbulo. Lo miró por encima de los pocillos y de pronto sintió un desaliento grávido, demoledor.
—Necesito que me ayudes. Todos los amigos eran de la pareja, no tengo a nadie —lo dijo estrujando el sobre de azúcar hasta que una punta del papel se le clavó en el dedo meñique.
Reynaldo había estado un poco enamorado de ella. Irene lo había admirado como gremialista, deseando siempre su aprobación, aceptando esa manera idealizada y tácita que encontraron para transitar ese vínculo. Quizás porque estaban vivos, quizás porque muchos estaban muertos, ninguno dudaba de la lealtad del otro. Eso era lo que la había traído hasta el Abasto esa helada noche de julio, la lealtad.
—Desde la próxima semana, te venís a las reuniones de la Marrón –le aseguró la orden sujetándola del codo.
—No soy actriz, Reynaldo, no tengo carnet de Actores —sonrió Irene con timidez y alargó el brazo hacia su amigo.
—Sos actriz porque estudiaste pero igual eso no importa, necesitamos gente, somos pocos, podés redactar los comunicados, las gacetillas, los volantes —Reynaldo se recostó sobre el respaldo de la silla para pensar mejor, para ordenar lo que se le iba ocurriendo. Siguieron mirándose en silencio un rato largo.
Esa noche, Irene tuvo el primer sueño profundo, sin ansiolíticos desde hacía semanas. Soñó que estaba en Plaza de Mayo, cantando junto a Reynaldo y a mucha otra gente desconocida que le pedía que bailara.
La Marrón no alcanzó para disolver el desgarro de lo dinamitado, lo irrecuperable pero mitigó la desesperación y le dio un motivo. Sin esperanzas, Irene comenzó lentamente a cuajar la nueva identidad. Se encontró interactuando con gente a la que había admirado desde la adolescencia y, cuando el hueco por donde el aire rozaba, escocía insoportablemente, rescataba la consideración de sus compañeros para restañar la autoestima maltrecha. Una noche se dio cuenta de que algunos la miraban con codicia, tuvo un cosquilleo.
Cerca del 21 de septiembre, durante una de las reuniones, apareció Víctor Molinari a pedir el beneplácito para una obra que tenía escrita y pensaba montar. También necesitaba actrices y actores porque el proyecto era muy ambicioso.
Víctor era regisseur egresado del Colón y su talento uraniano había pergeñado una obra en la que convivirían teatro y murga. Promediando los años ’80, con los carnavales prácticamente extintos, reducidos a un pálido remedo de la fiesta pagana de ordalía que fueran, hablar de murga era traer un fósil de colección a la arena vibrante de la dramaturgia nacional. Pero la Marrón no estaba para dirimir sobre la valía de la creación, su cometido era velar por el mensaje político y éste, de la mano de Víctor, estaba asegurado. Esa mistura de estilos era a todas luces el producto de una mente calenturienta, cuya concreción dudaban mucho de que se produjera. Allá Víctor con la murga y el teatro hermanados, había otros intereses más altos y urgentes que atender. Irene escuchaba silenciosa y atenta como cada noche, anotando en el libro de actas lo sustantivo de la charla, mientras tímidamente se atrevía a soñar una quimera.
Pasaron dos o tres meses sin noticias de Víctor Molinari. Una madrugada en una fiesta, lo encontró bastante borracho y se atrevió a pedirle un papel en su obra. Por supuesto, el regisseur no se acordaba de ella pero accedió encantado a que se incorporara a los ensayos que se hacían dos veces por semana, en una unidad básica en Rioja y San Juan. Con el alma en vilo, volvió a su casa sin entender demasiado qué había pasado pero contenta.
Profesora en reconocidas casas de estudio y con algún lustre académico, mientras su vida continuaba calma y formal por los andariveles presumibles de su profesión, los martes y jueves se calzaba ropa cómoda y corría a ensayar sobre el piso de machimbre gastado, intentando que la actriz reaccionara para estar a la altura del desafío que se había impuesto. Esa bohemia, esa laxitud eran el conjuro que había intuido aquella noche de julio, en La Fábula.
Muy pronto los ensayos revelaron una desgracia: nadie sabía bailar murga. Víctor Molinari los hacía salir y entrar bailando por la ancha puerta del local sin lograr un paso, una pirueta que tuviera el aire de esa danza popular. Lo que los veinte actores lograban, con gran esfuerzo y más comedimiento que técnica, eran unos contoneos hermafroditas más cercanos al carnaval carioca que a la bronca coreografía barrial que el regisseur pedía desesperado.
Se deliberó, hubo conversaciones, largas rondas de cerveza en el bar de la esquina, corrillos, enojos, certidumbres y dudas susurradas. Se llegó al límite de la seducción. Finalmente, Víctor decidió que había que ir a los orígenes para aprender lo que la naturaleza y las escuelas de teatro habían negado a sus actores, tan progresistas como alejados de la realidad.
Irene vio, entre divertida y temerosa, esas maniobras tan ajenas a lo que hasta hacía pocos meses fuera su existencia tranquila, regalada, sin intervenir en las discusiones ni terciar en las controversias. Le bastaba con que la hubieran aceptado sin condiciones, con participar de esa insania que es la creación artística, su espíritu pragmático ya la alertaría sobre cómo reaccionar si hacía falta, en el futuro.
Víctor Molinari recurrió una vez más a la Marrón de la que obtuvo un valioso contacto que lo vinculó directamente con la ansiada fuente, con el numen catequizador de la murga. Algunas semanas después, una tarde de sábado, estaban todos en el inmenso playón del Club Unidos, presenciando un multitudinario ensayo del Centro Murga Los Mocosos de Liniers.
Lo que se desplegaba ante sus ojos era un espectáculo nunca visto, la mirada no alcanzaba para absorber tanta información. La murga tiene una estructura monolítica, piramidal, parecida a una célula terrorista. Chicho Mónaco, director general, cabeza indiscutida y patriarca venerado organizaba las maniobras con un silbato cuyos trinos, en código, eran acatados por las cien almas que se movían sincronizadamente en estado de levitación.
En orden jerárquico estricto, confluían los demás directores, los cantores y letristas, los bombistas, los murgueros y las mascotas. Allí estaban todos esa tarde, bailando, cantando organizada y plásticamente, bajo la mirada atenta de Chicho y de las madres de las mascotas que, sentadas al costado de la pista, supervisaban a sus hijos al tiempo que echaban un ojo a sus maridos, los directores y murgueros. La energía que despedía ese grupo humano era un caldo suculento en el que podían cocerse sin descanso todas las pasiones humanas.
La murga tradicional, heredera de la estirpe porteña de esclavos y mulatos no admite mujeres, es un andamiaje irreductiblemente machista al que ni siquiera se le ocurre que lo femenino pueda tener una oportunidad en lo artístico. No hay en eso menosprecio ni destrato, simplemente es así, fue así y así continúa. El gineceo conserva, en este entramado tan feudal como romántico, todo su poder atávico que teje entre bambalinas, silencioso y expectante, sus propias leyes. Las mujeres que estaban en el playón, ese sábado eran ante todo esposas y madres. Los vientres que proveen a la murga de niños, las mascotas que serán el semillero que asegure la continuidad de aquella dinastía, tan remota y desconocida para el grupo de Víctor cuando fue forzado a enfrentarse con sus limitaciones.
No más entrar, Irene sintió en el pecho la oleada tribal, misteriosa y se retrajo. Con cautela, se abrazó a uno de sus compañeros y se dejó conducir silenciosa para observar y oír mejor. Sordamente la contradicción ganaba espacio en su mente: por tradición e ideología respetaba lo popular pero aquel masivo repaso de su estética sudorosa estaba lejos de gustarle. Con pavor tuvo que aceptar que la despreciaba.
Con una larga pitada final, Chicho Mónaco se acercó a saludar a Víctor y juntos se apartaron para organizar el inverosímil revoltijo que los había llevado hasta Liniers. Las madres de las mascotas escrutaban suspicaces y torvas el puñado de actrices procaces, excéntricamente vestidas, los murgueros les lanzaban miradas tan cargadas de lascivia como de menosprecio. Había en el aire bochornoso un relente de humo, de adrenalina, de alcohol, de franca y genuina marginalidad. De a ratos un bombista hacía sonar los platillos y el tintineo del metal tenía la letanía de un áncora eterna, desconocida y peligrosamente fascinante. Sin decírselo, Irene y sus compañeras comprendieron que no eran bien recibidas, que la tarea sería más compleja de lo que habían imaginado pero sobre todo, que no estaban dispuestas a pasar por semejante experiencia inmisericorde.
El martes siguiente volvieron a la básica de Rioja y San Juan resueltas a plantear sus reparos, a exigir que se abortara esa misión disparatada que ya se les antojaba suicida. Víctor las calibró desde el fondo del salón, irónico y esquivo como era su estilo. Inmediatamente advirtió que sus actrices venían a darle batalla. Irene, arrastrando siempre el complejo de entenada, de recogida, había decidido no hablar pero se mantuvo alerta para relevar a la que hiciera falta en el alegato que tenían preparado.
—Víctor —dijo Analía Jijena, actriz experimentada y amiga personal del regisseur- ese lugar nos resultó espantoso, sórdido, está lleno de lúmpenes por no decir delincuentes. Chicho Mónaco es un misógino troglodita que sólo habló con vos y ni nos dirigió la palabra. No nos sentimos contenidas en un ambiente que no es el nuestro y tampoco entendemos para qué vamos a ese antro donde nos desnudan con los ojos o nos clavan alfileres con la mirada.
Las demás asintieron corroborando con mentones desafiantes, brazos cruzados o caústicas sonrisitas.
La reacción de Víctor Molinari no se demoró, lo que hizo evidente que se esperaba el motín feminista y desubicado, bastante común en la mayoría de los elencos que había conducido. Un chucho de impaciencia atravesó su cuerpo macilento, se puso bizco detrás de los anteojos y su voz fue subiendo de tono hasta que terminó a los gritos.
—Parece mentira que todavía no entiendan cómo funciona una obra de teatro. Chicho Mónaco ni siquiera las miró porque no tiene nada que hablar con ustedes. Yo soy el director, yo soy el que manda, el que decide, conmigo es con quien tiene que hablar. ¿Así que no se sienten contenidas?, ¿así que lúmpenes, forajidos?, ¿eso fue lo que dijiste? –sobre el final le salieron como unos grititos de comadreja.
Analía Jijena abrió la boca para contestar lo que claramente era una pregunta retórica pero no tuvo tiempo. Víctor caminó veloz hacia sus actrices, suspiró cansado y redobló la apuesta.
—Vayan sabiendo que los próximos dos meses los ensayos van a ser en Liniers, no pienso avanzar con el texto hasta que no aprendan a bailar como se debe. Lo que vieron el sábado es una murga, ¿entendieron?, ¡una murga! No esa ridiculez maricona que estuvieron haciendo hasta ahora —tenía grumos de saliva espesa en las comisuras de los labios.
—Lamentablemente para ustedes, sus compañeros varones están felices con la propuesta y yo, orgulloso de que Chicho Mónaco nos acepte y sobre todo, ¡señoritas actrices! permita que mujeres, sí, no me miren así, ¡mujeres! aprendan un arte históricamente varonil —cerró la frase sin dar lugar a ninguna réplica, en el cuello le habían aparecido unos manchas violáceas que subían y bajaban.
Irene, poco acostumbrada a los modos de un director, se había sentado en el piso a riesgo de clavarse una astilla del parquet gastado, con la sensación de que esa pulseada no tenía retorno. Esperó que Analía o alguna otra dijera algo pero nadie abrió la boca. Calibrando el mutismo encogido del feminismo de su elenco, Víctor decidió dar el golpe final.
—Sepan, y se los digo porque me da la gana ya que no tengo ninguna obligación, que vamos a salir en los carnavales con Los Mocosos. Será la única murga con mujeres en los corsos que visitemos como parte de las presentaciones que Chicho tiene programadas —sopesó con el cuerpo el sigilo hostil, cargado de indignación y despecho.
Del fondo de la básica llegaban las risas, los silbidos de los muchachos que se cambiaban para el ensayo. Nunca pareció tan liviano, despreocupado el oficio de la masculinidad. Víctor recogió las hojas del libreto que había tirado al suelo en la vehemencia de la discusión y empezó a caminar hacia el baño. A mitad de camino se detuvo, miró detenidamente a una por una, bajó los ojos hasta donde estaba Irene y resueltamente dijo, casi en un susurro:
—La que no esté de acuerdo, ya sabe dónde está la puerta —su chalina de seda azul fue lo último que vieron antes de quedarse solas.
Durante días se debatió sobre qué hacer. No había lugar para medias tintas, tenía lo que había ido a buscar y sólo restaba transigir con la réplica a sus escondidos deseos. Desoída la ñoñería del raciocinio que estuvo atormentándola con sofismas extravagantes, resolvió seguir en la obra. No podía volver atrás, había avanzado hasta aquí a despecho de sí misma y de sus inseguridades. Nada ni nadie la esperaban fuera de aquel local desvencijado y con olor a humedad.
Los ensayos en Liniers fueron muy duros. Aprender ese baile, que los niños practican desde que nacen y los adultos despliegan como si fueran dúctiles plumones desprendidos de una mata vaporosa, resultó una tarea ardua y difícil. Sofocado en parte el fuego fatuo que las impulsara a rebelarse, a regañadientes concedieron que el regisseur tenía razón, jamás habrían conseguido dominar esa destreza sin ser parte de una praxis constante, regular, sistemática, aunque lo de dominar era una suntuosidad del ego actoral. Ninguna de ellas logró bailar como lo hacían los murgueros, no pudieron impregnarse de esa sensualidad enigmática, iluminarse con la morbidez de brazos y piernas, hendir con gracia el aire, volar. Se conformaron con hacer un papel pasable, a veces digno del elogio de Víctor pero nunca de Chicho Mónaco, que transigía con ellas pero seguía sin entenderlas.
La llegada de los carnavales trajo para Irene una nueva encrucijada. Había aceptado aprender a bailar en el playón sudoroso del Club Unión pero íntimamente sabía que no estaba dispuesta a salir con Los Mocosos. Los prejuicios que mantuviera a raya durante los dos meses de ensayos reclamaron un lugar en su propia obra. Le daba vergüenza que alguien la viera en esquiva exposición, en esa compañía poco ortodoxa, marginal, estaba a punto de hacer el ridículo del que no se volvía. Su aventura, la íntima, desafiante transgresión que la profesora se había permitido, huyendo de la desolación y el fracaso, hasta aquí llegaba. La nueva identidad, a medias cristalizada, dormiría un tiempo más hasta que llegara la hora.
Sin animarse a la deserción franca, llevó a su casa la levita de tafeta blanca con solapas negras, bordada de lentejuelas lúbricas e iridiscentes que Valentín, el sastre de la murga, cosiera a medida para ella. Dentro del baño, estuvo manoseándola un buen rato, se la probó delante del espejo, se levantó el pelo para ver mejor la espalda en la que refulgía un enorme dragón alado, las solapas brillosas, giró la cabeza y se la arrancó de un tirón. En la pileta quedaron tres lentejuelas rojas, tres gotas de sangre, abrió la canilla, dejó que el agua se las llevara displicente, por el sumidero.
Se presentó ante Víctor Molinari y explicó que un problema de salud, de índole ginecológica le impedía hacer los carnavales tal como estaba pactado. Sin embargo, le aseguró su continuidad en la obra para cuando retomaran los ensayos finales. Le costó bastante recitar de corrido esa excusa pueril que ni ella se creía, el estigma de su desembarco en la obra la hacía trastabillar, no lograba apropiarse del lugar que legítimamente había conseguido con esfuerzo y perseverancia, una vez más sentía que alguien le reclamaba un vuelto.
El regisseur la miró por encima de sus anteojos sin montura mientras se abanicaba del calor de febrero con un diario viejo. Irene nunca estaba segura de lo que pensaba Víctor y menos aún de cuál sería su reacción al descomedimiento que le traía. La pausa silenciosa le pareció un buen presagio, se acomodó los breteles de la solera que se le caían y le sonrió.
—Nadie puede bajarse ahora, lo lamento.Te doy unos días para que te repongas y en cuanto estés mejor te incorporás al primer fin de semana que puedas. Las mujeres, ustedes, son el crédito de Chicho para ganar el corso de Ramos Mejía, las necesito a todas —lo dijo sin carga alguna, sin enojo pero firme, contundente como la tarde en que cortó de cuajo sus veleidades de divas mancilladas.
Irene puso las manos a la altura del bajo vientre, musitó un remedo de saludo y salió arrastrando las sandalias hasta el sol furibundo de Rioja y San Juan. Su voluntad, su estructura lógica estaban sometidas a una prueba de fuego. Eran la incomodidad, los escrúpulos y también la inescrutable oportunidad de jugar a ser otra durante un diálogo con lo desconocido y diferente. En su ancha cama, encogida en el aliento nocturno, le costó conciliar el sueño, hacía un tiempo que el insomnio la había dejado en paz, desde el invierno inclemente de julio cuando llegó a La Fábula pidiendo socorro. Algo, entre la vida y la muerte libraba una guerra sorda. La lucidez tramposa de la madrugada fue hilvanando algún consuelo, algún extravío sobre qué hacer, cómo seguir. Desconfió de esos pareceres condescendientes, sondeó su alma con el afilado bisturí del pasado y, en el climax de su agonía, se durmió. Amaneció abrazada a la levita blanca de solapas negras, la de las tres gotas de sangre.
Iban en el micro más grande, con las mascotas, sus madres y con Chicho Mónaco. En otros tres micros se acomodaba el corpus plebeyo de la murga. Entre ellas y las madres se pactó tácitamente: estaba claro que esas desfachatadas, siempre medio desnudas, no andaban detrás de sus maridos, tenían sus devaneos e histéricas sobadas con sus propios compañeros. No obstante, esas mujeres de barrio, sin ambigüedades ni dobleces, vírgenes del psicoanálisis y de la filosofía existencialista, desconfiaban de esa liberalidad desprejuiciada. Desconociendo el código, se mantenían alertas. Ellas y sus hijos tenían sus inamovibles asientos asignados, entre esa hilera y la de las actrices había una cuarta pared, nada tan teatral.
Irene se sentaba junto a la otra Analía, a la que llamaban así para diferenciarla de sus sosías Jijena. Era muy joven y la que más arrestos tenía para arrebatar bebidas y comestibles a la avaricia de las madres, poco dispuestas a compartir algo con ellas. La otra Analía les disputaba el honor de ir en el micro del director general, con maneras rápidas, jerga de barricada y comodidad de estilo, habilidades de las que Irene carecía. Con agradecimiento, tomaba feliz lo que su compañera rapiñaba del otro lado de la cuarta pared, mientras Chicho Mónaco las observaba con benevolencia de viejo conocedor.
La salida desde Liniers era a las siete de la tarde y se volvía al Club Unidos a la madrugada, en tal estado de excitación, que el torrente de adrenalina recién encontraba cierto cauce bien entrada la mañana. Previa una pasada por el barrio, que tanto contribuía al bienestar de la murga, para calentar huesos y gargantas, el primer corso era el de Villa Luzuriaga, corso pobre de gente humilde pero agradecida y ardorosa.
Entraron bailando desde la calle principal, atravesando la multitud que los alentaba con gritos y aplausos: “¡Mueva, mueva, mueva!”. Irene había aprendido a dosificar la energía, a no gastarse en la primera entrada, había que llegar al escenario, hacer la función, cantar, bailar y terminar con una retirada estridente, conmovedora, que dejara al público aullando, frenético de placer, pidiendo más. Idéntica, estudiada performance se repetía en los dos o tres corsos que visitaban, siempre por la zona oeste.
El martes de carnaval, una nena la siguió con su mamá hasta el micro y le pidió que se sacara una foto con ella. Dijo con timidez que la había mirado toda la presentación, que le parecía la más linda de todas, con desconcierto miró a su alrededor pero nadie prestaba atención a la escena. La otra Analía, con el torso inclinado a noventa grados, secaba su cuello con una toalla rosa, ante los ojos desorbitados de algunos murgueros. Se vio a sí misma delante de la cámara, sonriendo, el cuerpito anhelante de su admiradora apretado al suyo, las luces amarillas de Villa Luzuriaga alentando en la noche húmeda, desconocida. Tuvo un vahído. La cara de plenitud, de arrobamiento de esa nena derritió una crisálida oscura, pegajosa. Abrió la boca para respirar mejor, algo huyó por allí despavorido.
La nena y su mamá saludaron con un beso, una sorda obstinación de supervivencia, de alegría próxima a la toxicidad le ocupó el pensamiento. En ese mareo se acomodaron la aceptación, el gozo de su atuendo bullicioso, de su maquillaje altisonante, del lunar procaz que Milos le pintaba cada tarde en la mejilla, de los flecos de su galera, del moño de seda blanca atado a su garganta, del baile inculcado enfurruñadamente. Deseó que el embeleso nunca terminara, que las noches de carnaval fueran eternas, que el abrigo de esa muchedumbre la mantuviera eternamente alejada del mundo.
Se entregó al regocijo, al placer obsceno que daba miedo, placer del cuerpo y de los sentidos, placer desconocido y descomedido, al límite de la zozobra. Fue despertar de un sueño y meterse en otro donde la carne era verdadera y palpable, un pliegue que se abría para que pudiera verse y entender. Su cuerpo arrastrando su cuerpo, el peso la devolvía viva.
Mientras en tropel subían nuevamente al micro y Chicho Mónaco les repartía jugos y alfajores Guaymallén, juró que se regalaría cada canción, cada pirueta, para bien o para mal era suyo ese espejismo desbocado y dramáticamente popular. Cuando escuchara los platillos del bombo su pasión, urgida, respondería.
Con hambre, devoró el alfajor de dulce de leche, mientras se preparaban para el próximo corso, el de Ramos Mejía. Más importante, más dispendioso, con muchas luces, guirnaldas fosforescentes, un escenario inmenso desbordante de flores de papel crêpe y dos presentadores que animaban la función al grito de: “¡Allí llegan Los Mocosos de Liniers, la única murga con hermosas mujeres de verdad!”. Esa afirmación, presuntuosa competidora de su lógica, empezó a llenarla de orgullo.
Mientras subían por un costado al escenario, donde los esperaba la presentación, atenta a mantener el ritmo y no caerse, no advirtió quiénes eran los locutores. Bailando, vigilante de los estribillos que Tarantela, el cantor, dejaba para ser coreados llegó a ver las caras. Por un segundo todo a su alrededor se detuvo, congelados Tarantela, los murgueros, los directores de levitas rojas, las mascotas, los bombos, el mundo: dos alumnos de su cátedra de Semiología en el ISER. Con atolondramiento, intentó pensar al compás enloquecido de voces y música, segura de que no había escapatoria. La otra Analía pasó saltando a su lado, la miró inquisidora, alerta a sus movimientos como cuando compartía con ella la comida saqueada en las arcas egoístas de las madres. Se encogió de hombros y acomodó la galera que a veces se ladeaba con vida propia. Amparada por el despliegue de colores y fantasía, por el disfraz, desfigurados sus rasgos por la purpurina y el rouge violento y barato, siguió dando vueltas mecánicamente, intentado infructuosamente serenar los latidos de sus sienes.
Terminó la primera canción y Lo Verde, el crítico, preparó su garganta. El público reía, alentaba la complicidad del que grita impunemente verdades que todos quieren escuchar. Irene rebuscaba en su pecho la señal, el hilo de Ariadna de su íntima mutación. Se dijo que era imposible que la reconocieran, pasaría inadvertida en la turbamulta colorinche, en la euforia precipitada, no había que hacer nada, sólo bailar, escabullirse entre el resplandor de estrellas y candilejas. Delicada, encogida comenzó a asomar la serenidad. Todo en aquel momento parecía igual, la murga era igual, ella era igual, sin embargo, en cierto modo, esa realidad había migrado, se transfiguró. El intelecto civilizado se entregaba a la barbarie que sin confesarse había ido a buscar, decidir el desenlace de su travesura de meses la entusiasmó perturbadoramente. La suprema coronación de su osadía estaba por suceder.
La crítica de Lo Verde contaba que Charly García se había bajado los pantalones en un recital. Los locutores repasaban la rutina en unas hojas oficio con los bordes doblados, se hablaban al oído. Alguien al pasar le rozó la mano, contuvo el aliento. Sabiamente, en remolino, su cuerpo tomó el mando.
Con sigilo, con parsimonia, sin dejar de bailar, se acercó a sus alumnos locutores, los miró de frente y les sonrió feliz con la boca pintarrajeada. Incapaces de unir dos realidades irreconciliables aun en supuestos maniáticos, la miraron bobamente sin reconocerla. Los murgueros daban saltos de acróbatas alborotando el cielo, se diría que iban a disolverse entre las nubes. Irene insistió con la sonrisa, agregó un saludo, puso su mano sobre el brazo de uno de ellos. Entonces la vieron. Fue el estallido de lo inverosímil, la comprobación de las quimeras más estrafalarias y alejadas del pensamiento lógico, del método científico.También fue la definición de lo humano, lo posible, lo que duele y puede sangrar. Durante años, al recordar ese episodio de su vida, Irene reía a carcajadas, la reacción de sus alumnos había sido igual que en los dibujos animados, se les cayó la mandíbula hasta el piso. Al finalizar la presentación le pidieron que se sacara fotos con ellos, se acomodó entre los dos, que la flanqueaban deslumbrados y abrió bien los ojos para el flash. Nunca había sentido que la felicidad fuera tan dócil.
Desde esa noche, durante los cuatro fines de semana que duraron los festejos de carnaval, Irene mantuvo el juramento que se hiciera a sí misma de seguir a ultranza el legado, el nuevo rostro que soñara junto a Reynaldo ese inclemente julio en el que deseó morir. Cuando llegaban al corso de Ramos Mejía, entrando triunfales por la avenida fervorosa de gente, por los parlantes atronadores de voces engoladas podía escucharse: “¡Aquí llegan Los Mocosos de Liniers, con nuestra profesora de Semiología a la cabeza de las hermosas mujeres de verdad!”.
Cristina Eseiza, 2016.