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Misceláneos

El diploma * Cristina Eseiza

De la Serie Objetos

 

Se fue de casa y me dejó su diploma de médico. Era natural, porque nunca había querido serlo. Se desprendió de esa piel y me la dejó, a mí sí me gustaba que lo fuera, porque se parecía a mi papá. Siempre soñé tener un novio médico, así me curaba y me cuidaba, palabras que en su etimología son sinónimos.
Su padre había sido neurocirujano, de la escuela de Finochietto (que quiere decir hinojo pequeño, hinojito, nada más desacralizador que la gramática para un egregio cirujano que tiene una calle con su nombre), quien lo envió a Suecia a aprender nuevas técnicas de cómo abrir los cerebros y volver a cerrarlos sin que las secuelas fueran muy graves; entonces allí nació él, en Estocolmo. Nació entre la nieve y el abatimiento de los países del norte del planeta, cuyos habitantes padecen la oscuridad y se mueren como las plantas sin sol en la ventana de una oficina del micro centro. Según Alicia (Muzio, no Damiano ni Lancilotti que son las otras Alicias que conozco) los nacidos en esas latitudes son irredimibles, se les impregna el alma de tal abandono y desazón que nunca podrán ser felices. Él no era feliz y no pude hacer nada para evitarlo. Aunque lo intenté y mucho.
Ya desde entonces su condena de nacimiento se habría de mezclar para siempre con su otra condena, la de que no quería ser médico y tuvo que serlo, por eso me dejó el diploma, no se lo llevó. Me lo regaló.
Me di cuenta de que el tubo había quedado junto con otras cosas sin importancia y que ya no usaba, total era más mío que suyo. Por un momento me pareció que algún día iba a volver a buscarlo pero inmediatamente entendí que allí se quedaba el Tulio que yo había creído que era. Junto con varios trajes en desuso, con recetarios, con un sobretodo y un piloto ostensiblemente descartados, también dejó el diploma y nunca volvió a buscarlo.
Cuando nos reencontramos después de treinta años, me pareció que estaba igual a cuando éramos compañeros de colegio y pensé que era arquitecto: excéntrico, irreverente, artista… arquitecto. Pero ya había tenido un novio compañero de colegio y arquitecto, no estaba preparada para otro, y como si fuera poco, de Leo los dos. Demasiado.
Un tiempo después me contó que era médico y que en Estados Unidos había dejado morir, orinando los humores de su cuerpo, a una paciente vietnamita. Había sido un error quirúrgico pero irreparable, trágico. Me quedé mirándolo entre distraída e incrédula pero no me asusté como quería que sucediera. Después intentó seguir horrorizándome con otras anécdotas menos científicas pero igualmente sórdidas y penosas: no logró amedrentarme. El miedo vendría, un poco más tarde. No por lo contado.
En realidad, vi bien ese día en que nos reunimos para organizar la cena de egresados, porque cuando ya vivía conmigo, se hizo un test vocacional con cuarenta años de retraso y fue irrefutable: arquitecto. Era lo que le habría gustado ser, por eso lo actuaba.
No se sentía médico por eso no me cuidó ni me curó y cuando lo hizo fue en contra de su voluntad, así como lo había sido seguir una carrera que odiaba y despreciaba, obligado a pisotear sus deseos e inclinaciones, a dejarse vencer por la intransigencia y la rigidez. Le ofrecí mi ayuda para terminar con esa tiranía de aprensión y fastidio. Parece que era tarde.
Ahora que lo pienso, fue el arquitecto el que me llevó a su casa, conduciéndome dispendioso y seguro hacia la salida, entre la marea humana, el que, expansivo, encendió velas, puso música y sirvió champagne, el que se extasió con mis caricias pero también con mis palabras y que después de casi doce horas declaró que no podía dejar de besarme.
Para entonces tenía una excoriación en el mentón, producto de su barba mal afeitada y el recuerdo de su cuerpo desnudo en la penumbra ocupada por el ruido del tren. El raspón se fue con una pomada, el recuerdo perdura.
El arquitecto me asedió de todas las formas posibles, tradicionales y no convencionales, llamados, flores, cenas, regalos, más besos y más caricias y sin dificultades se confesó enamorado y se preparó, gozoso, para disfrutar de lo que había estado buscando pero “no esperaba encontrar tanto”. El otro, agazapado, esperaba su oportunidad. Hasta que llegó.
El iluso arquitecto, que se había abierto paso entre la oscuridad y la degollina y se había manifestado con toda la enjundia amorosa de que era capaz, fue marchitándose, gimiendo quedamente, agonizando día a día ante el despótico, el irascible, el de la negra sombra y la mirada torva: el doctor, el que abre cabezas y corazones sin importarle el daño colateral.
Éste le ganó, asfixió lenta pero implacablemente a su rival, le quitó la palabra, le cercenó el sano juicio, prohibió los besos y las caricias, ahogó cualquier conato de satisfacción, placer o asombro, borró las sonrisas, limitó los encuentros y, sabedor de su triunfo absoluto, se dedicó a sembrar lo que conocía muy bien y cuyo amargo fruto habría de llenarlo de tranquilidad: fastidio, indiferencia, sufrimiento, rabia, devastación. Hasta que no quedó casi nada del arquitecto ni de nosotros. Una vez más resultó exitoso, intimidó al otro con su viejo discurso de víctima irrecuperable, lo redujo a un amasijo de deseos y proyectos inalcanzables, lo llevó a la desesperación y puso su pie triunfante sobre el rostro sudoroso de su antiguo enemigo y conviviente.
Me quedé mirando, tratando de recuperar del vendaval al que se dijo enamorado, al que me llenó de besos hasta lastimarme la piel con su mentón hirsuto, al que guardó celoso el número de una rifa porque era mío, al que tendió su cama rápidamente porque no quería vestigios del amor para no extrañarme, al que me dejó un mensaje en el contestador antes de que llegara a mi casa y al que me trajo jazmines en bicicleta a la media hora de habernos despedido en la puerta de su departamento.
De ése no quedó nada, aunque traté una y otra vez de curarlo y cuidarlo tal como quería que hiciera conmigo, pero fue imposible. El cirujano que trepana cerebros y diseca corazones se había bebido toda su savia. Había desaparecido. Fue consumiéndose ante la virulencia de los colerones del otro, de su destrato, de su desamor. La presencia del arquitecto se hizo tímida y lavada, a veces era posible advertirla en un tono de voz, en una respuesta ingeniosa, en la devolución de una mirada, en la risa.
Fuimos despidiéndonos con inmenso dolor, proporcional al regocijo de los primeros encuentros y ambos comprendimos que, otra vez, habíamos perdido. Volví a verlo por unos instantes, maltrecho, anhelante, herido de muerte y suplicándome con la mirada el día en que Tulio se fue de casa y me dejó su diploma de médico.

 

 

Cristina Eseiza.