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Misceláneos

La toalla

De la Serie Objetos

Una vez, en Barra de Tijuca vino una toalla volando. Fue hace muchos años, era de color azul y de buena calidad, como todas las toallas brasileñas.
Durante la madrugada hubo tormenta y a la mañana encontré en el balcón del departamento esa hermosa toalla que vino volando y se quedó agarrada allí, nadie la reclamó y decidí quedármela.
La conservé mucho tiempo y la usaba más que nada cuando iba a la playa o cuando viajaba porque a pesar de que era bella, el azul no combinaba con el baño de mi casa, que tiene tonos de ocre.
Ese departamento en Brasil era muy bonito, estaba en un primer piso y miraba hacia el mar. Lo mejor fue el precio tan barato que pagamos por el alquiler y la inmejorable ubicación, sólo había que cruzar la calle y allí estaban las espléndidas playas y los vendedores de helado, cerveza y camarón frito.
Unos días antes, al llegar a Río nos encontramos con que lo que Stef había alquilado por teléfono no existía. De golpe estábamos sin alojamiento, en la calle, con Bruno que tenía seis años, todas las valijas, el cansancio del avión y la desazón de pensar que naufragaban nuestras vacaciones.
Mi marido no era hombre de arredrarse por tan poco, antes bien, estas situaciones límite disparaban su ingenio y su capacidad de improvisación, nunca se lo veía vencido por nada. Fue necesario que la muerte lo sorprendiera solo, en la curva de una desierta carretera en Venezuela para que se rindiera, pero eso habría de suceder muchos años más tarde.
Ese día, luego de discutir y argumentar con la mujer que lo había engañado, logró que le devolviera la mayor parte del dinero y recordó la recomendación de un amigo que había dejado un
amorcito por allí y que resultó la recepcionista de un apart hotel en Barra de Tijuca.
Iraní tenía casi todas las virtudes que siempre envidié en las mujeres brasileñas: desenfado, naturalidad, alegría, deseo de agradar y de ser útil sin caer en la obsecuencia o el servilismo, tienen
una inocencia que las redime de todo. Cuando le nombramos al amigo de Stef, desplegó una deliciosa sonrisa que revelaba muchas cosas e inmediatamente se dedicó a la tarea de ayudarnos a
conseguir alojamiento, en una ciudad cuya capacidad hotelera siempre está colmada.
Por cierto que lo hizo muy bien, se puso en contacto con el dueño de uno de los departamentos del complejo y al otro día ya estábamos instalados allí, y lo que era mejor, a un precio increíblemente barato.
¡Stef estaba radiante!, la combinación era perfecta para cerrar la aventura tal como le gustaba, le permitía jactarse de su habilidad para los negocios. Era lo que mejor sabía hacer, aunque nadie se lo reconocía; nadie no, sólo la persona que él más deseaba que lo hiciera. Igual se murió sin haber tenido nunca esa reivindicación que anhelaba más que ninguna otra en el mundo.

Fuimos muy felices en ese departamento. De esos días recuerdo los desayunos, la heladera llena de  cosas ricas que comprábamos en enormes shoppings que aquí todavía no existían, las cenas con
mariscos inolvidables, el olor a lima de las calles, la música, la gente, la tibieza del agua de mar, la arena blanca y fina y nosotros tres que disfrutábamos estando juntos. Mi marido y yo ya no nos
amábamos pero no nos lo decíamos porque todavía nos unía el regocijo de esos viajes y el placer de esas pequeñeces compartidas que en algún lugar todavía nos amalgamaba. Además estaba
Bruno.
Unos años después de ese verano, una noche, intempestivamente Stef me anunció que nos abandonaba y nada lo trajo de vuelta pero me dejó, entre otras cosas, el recuerdo imborrable de esos días plenos de disfrute y la toalla azul que vino volando.
Viví irremediablemente enamorada de Río durante mucho tiempo, soñaba muy a menudo que
estaba allí, escuchaba los ruidos, sentía los olores y percibía los sabores, estuve largamente obsesionada con viajar. Nunca pude volver para recuperar alguna de todas las amarras que me dejé allí, convencida de que pronto regresaría por ellas.
Si alguna vez tuviera que abandonar mi país, el lugar que elegiría para vivir sin duda sería Brasil, todo allí me gusta. Bruno volvió muchas otras veces, de adolescente, de adulto, solo y con su padre; pero los tres jamás volvimos a Río y ya nunca podremos hacerlo.
Cuando Tulio se fue de casa y me dejó su diploma de médico, me pidió algunas cosas para su futuro hogar: utensilios de cocina, un radio grabador que en realidad era de mi mamá, la silla plegable que compramos para ir a Bariloche, su almohada, sábanas, un toallón y una toalla.
En el apuro y la congoja inmensa de la despedida no pude considerar mucho lo que le daba, fui
sacando de los placares lo que pude, lo que me fue pareciendo adecuado tras la cortina de lágrimas
que vanamente trataba de apartar a manotazos.
No hace mucho visité el lugar donde vive, no fue una buena idea, hay todavía mucha melancolía, mucho enojo, mucha herida. Sin perdonarme la flaqueza de haber aceptado su invitación, me metí en el baño tratando de encontrar coraje para decirle que me iba. Sentí en la cara el aliento afiebrado de la pena: el amor no siempre alcanza.
Sentada en el inodoro hice un rollito con el papel higiénico, inspiré hondo para ahuyentar los demonios y caí con la mano sobre el lavatorio. Con el alma estrangulada levanté la vista y vi, colgada de un clavo, la toalla azul que llegó volando a mi balcón, en Barra de Tijuca.

 

Cristina Eseiza.