Por Adriana Santa Cruz para Leedor
“Todo comienzo es una trampa”, dice el primer verso del libro, y entre ese comienzo y el fin del amor, hay un espacio del que solo quedan fragmentos que reaparecen en los recuerdos, en fotos, en objetos rescatados por los poemas, porque uno escribe “para exorcizar la tristeza” y porque hay que completar “los espacios con palabras”.
Hay un “goce triste” en el recuerdo, como decía Juan Ramón Jiménez, y las fotos son, quizás, el testimonio más doloroso en tanto están ahí inmutables a pesar del fin: “Miro la foto / y lloro el momento / el enigma / memoria traspasada / agujeros diminutos ocupando en negro / ese brillo del dolor”. Y está, además, el paisaje cotidiano que se impregna del mismo sentimiento: “Todo se tiñe en el borde oscuro de la cama (…). Un humo pesado que no puedo sacudirme ocupa cada espacio de mi cuerpo”.
Es recién a partir de la pérdida cuando se asume el inevitable fracaso del amor como encuentro de dos soledades: “Estás solo. Te hacés medio el disimulado para no ponerte demasiado triste. Sabés que triste y solo es mucho (…) Recuerdo: hubo un tiempo en el que creí que mi soledad podía hacerle compañía a la tuya”.
Podríamos decir que Eugenia Coiro se propone hacer una radiografía del fin, examinarlo, pero también universalizarlo a partir de las metáforas o de las imágenes: la imposibilidad de recordar la totalidad semeja el arrancar la página de Trilce de César Vallejo en la que había una dedicatoria (“Mi memoria me priva de saber qué amor mío tuvo tan buen tino para elegir el obsequio”), lo que nos lleva nuevamente a los sentimientos de pérdida, tristeza y dolor. Arrancar para olvidar se contrapone a escribir o mirar fotos para recordar, en un penoso vaivén en el que oscila el yo. No casualmente, la página arrancada es de Trilce, un libro que se caracteriza por lo desgarrador de sus versos.
A pesar de la necesidad de la escritura, ponerle palabras a un final no es fácil, quizás porque en cada fin hay una falta, una carencia, un vacío que la palabra nunca termina de abordar: “El libro está incompleto / el poema está incompleto / como yo (…) / parte en blanco (…) / sin para siempre”
Siguiendo con las metáforas, la picadura de un escorpión, por su parte, remite al fin de la vida, pero también al fin del amor. Después de todo, cada pequeño final es, de alguna manera, un presagio de ese gran final que es la muerte: “Pienso en la posibilidad del fin, en la conjura del azar. / Pienso en él”.
En cuanto a la construcción de los poemas, cada uno es un fragmento de ese todo que es el relato del fin, de lo que antecedió a ese momento y de lo que queda, restos de un naufragio en el que el yo se pregunta: “¿De qué me salva tu presencia?”, en un intento vano por encontrarle un sentido al dolor. Sin embargo, el destinatario de esta pregunta ya no está físicamente, aunque permanezca todavía como presencia palpable y, en consecuencia, teñida de tristeza: “Se me va volviendo costumbre extrañar lo que no ocurrió. (…) Hoy, en una operación intelectual forzada, intenté alegrarme de ya no tener que soportar tu mal humor, tus quejas tontas y repetidas. / No pude”.
Fragmentos del fin es un muy buen libro de poemas y Eugenia Coiro una gran poeta que nos ofrece “un arrullado eco de lo femenino, como dice Cristina Eseiza en uno de los dos excelentes epílogos (el otro es de Ricardo Czikk). Se nota en la autora un dominio de la palabra poética que siempre es la palabra justa y la que resuena especialmente en cada uno de los lectores porque, como decía Jorge Luis Borges: “Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros”.
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