La llegada de los carnavales trajo para Irene una nueva encrucijada. Había aceptado aprender a bailar en el playón sudoroso del Club Unidos, íntimamente sabía que no estaba dispuesta a salir con Los Mocosos. Los prejuicios que mantuviera a raya durante los dos meses de ensayos reclamaron un lugar en su propia obra. Le daba vergüenza que alguien la viera en esquiva exposición, en esa compañía poco ortodoxa, marginal, estaba a punto de hacer el ridículo del que no se volvía. Su aventura, la íntima, desafiante transgresión que la profesora se había permitido, huyendo de la desolación y el fracaso, hasta aquí llegaba. La nueva identidad, a medias cristalizada, dormiría un tiempo más hasta que llegara la hora.
Sin animarse a la deserción franca, llevó a su casa la levita de tafeta blanca con solapas negras, bordada de lentejuelas lúbricas e iridiscentes que Valentín, el sastre de la murga, cosiera a medida para ella. Dentro del baño, estuvo manoseándola un buen rato, se la probó delante del espejo, se levantó el pelo para ver mejor la espalda en la que refulgía un enorme dragón alado, las solapas brillosas, giró la cabeza y se la arrancó de un tirón. En la pileta quedaron tres lentejuelas rojas, tres gotas de sangre, abrió la canilla, dejó que el agua se las llevara displicente, por el sumidero.
Cristina Eseiza, Montgomery de lana roja.
Viajera, 2018.