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Sobre «visitante» de Cecilia Maugeri. Por Silvina Marsimian

visitante de Cecilia Maugeri



Alicia, el personaje de Lewis Carrol, una niña de entre 7 y 8 años, intrigada por un conejo blanco, lo persigue dentro de su madriguera y termina cayendo por una galería subterránea, que se prolonga luego en un pozo. Cuando termina su larga caída, descubre un mundo incoherente (si se mira “desde arriba”), pero inquietante “desde abajo”, un mundo que la obliga a agrandarse y achicarse alternativamente, como si se sintiera interiormente chica entre los grandes y grande entre los chicos, desacomodada. Una niña que se adapta mal al mundo adulto, que busca un lugar en él, un lugar que todavía no encuentra. 
Esta Alicia del subsuelo (in the Underworld, porque así se llamaba originariamente el libro de Carroll, lo cual sugiere que lo subterráneo tiene algo de maravilloso o lo maravilloso algo de subterráneo), implica la negación de un mundo, pero se trata de una negación que afirma, porque implica la necesidad y posibilidad de construcción de uno nuevo, cuyo fundamento radica básicamente en el lenguaje.
Mundo oculto, búsqueda, lengua creadora son las expresiones que, enlazadas, nos llevan al libro de Cecilia.
visitante es primero una lengua, una lengua flexible, que permite los cruces, traslados, los ida y vuelta, lo que se muestra y lo que se esconde, lo que se incluye y lo que se excluye; lo que es y la metáfora. El yo que escribe es un ser en viaje, porque el ser no es, busca ser, proyecta ser. El ser en devenir se constituye en la lengua poética, que no define mundo, abre mundos, propone mundos posibles. Es un yo descentrado, que se mira con extrañeza, que se des-cubre diciéndose, un poco a la manera de Pizarnik. Por un lado, el lenguaje del margen, que crea la existencia allí donde no se existe; por otro, el silencio que connota, porque algo en él se está gestando. Un yo complejo que busca arraigarse en la mención de distintos espacios, pero donde no está, está el nombre del espacio nada más.
Este yo se nos escamotea. Es un cuerpo, es una casa, es una ciudad donde nunca está del todo, donde pasa, se deja pasar.
Yo sentí que este yo quiere liberarse. Los dibujos que encabezan cada capítulo muestran una casa haciendo equilibrio, a veces a punto de caer, a veces, de volar. Pero siempre “a punto de”. Es un yo que se construye en largos listados donde hay mucho infinitivo y pocos verbos conjugados; mucho sustantivo, porque necesita volverse sustancia y no desarmarse del todo. No es un yo gozoso. Deambula, pero busca un norte. 
Crecer, imaginar, elegir pueden ser opciones. El libro se cierra sin que sepamos. Y nos deja con el deseo de una siguiente etapa, en la que el yo errante se convierta en un peregrino en su plan de ascenso.


Silvina Marsimian