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Retornados * Cristina Eseiza

Retornados.
Y Alicia dijo con cierto recelo:”Tengo una propuesta indecente para vos”, y enseguida preguntó, “¿Vamos a la cena de la promoción?”. Pensaba que me negaría, ¡entrar a la Asociación luego de años y elecciones perdidas, ver las caras aburridas y ceremoniales de los perpetuos homenajeadores de sí mismos! Aquellos tomadores de whisky importado que pavonean en soledad, su misoginia pasada de moda como en los clubes ingleses eran un desafío insigne.
Le dije que sí inmediatamente para su sorpresa y regocijo. Se lo dije convencida y hasta alegre, como gozando del convite de antemano. Aunque ella no lo supiera había resuelto ir a esa reunión desde que recibiera la invitación por mail, como todos los aniversarios de egresados que cierran en cero o en cinco.
Hace un tiempo que trato de evitar volver al pasado, eludir toda ocasión que me lleve a regiones sobre las que uno tiene un imaginario, una fotografía que casi nunca se condice con lo que encontrará al volver a ese escenario, es más, en general sólo recibirá decepción y cierto enojo con uno mismo por haber profanado esa tumba de incontables momentos sublimes, lugares enormes y personas extraordinarias que a la luz del sol son pedestres, pequeños, comunes. Sin embargo, sin expectativas esta vez, estaba dispuesta a pasar por la amargura del retorno, convencida de que nada celestial me esperaba.
Como siempre habría un recorrido por claustros y aulas de la mano de algún profesor que quedara vivo, un acto solemne en el bello salón del órgano a tubos, que durante años tocara el maestro Seoli y un final a toda orquesta con comida, bebida y baile. Pasé a buscar a Alicia por su despacho que está en ochava con la Catedral y nos fuimos juntas caminando, como en los viejos tiempos. Como en los viejos tiempos también a las carcajadas, muy tentadas, burlándonos de quienes habríamos de encontrar, adivinando el deterioro y la previsibilidad de muchos, adelantando borracheras, magreos, diálogos sordos y obviedades.
Fue poner un pie en el claustro de entrada y encontrar una manada desorientada de adultos mayores, apelmazada entre saludos y reconocimientos, mientras los alumnos del vespertino pasaban indiferentes, con la misma mirada con que, años ha, habíamos observado a las promociones supérstites convencidos de que nunca llegaría esa hora trágica para nosotros.
Allí, en el claustro central, sin tardanza comienza lo otro. Porque sí, esa noche, bajo el mismo techo del colegio de la patria tenía a dos de mis ex.
El más antiguo se me acerca agitando el índice como quien se apantalla y me dice: “Te escuché en la radio, ¡qué buena esa trivia, nunca me imaginé que esa palabra fuera quechua!”. Agradezco con la cartera abrazada sobre el pecho protegiendo el plexo solar y no menciono que ni me acuerdo de la trivia ni del quechua, sonrío. Hago bien en parapetarme porque mi ex antiguo redobla los bríos y le sale: “Estás igual a tu papá”, no puedo creerlo y contesto: “Siempre fui igual a mi papá”, su imaginación rebosante no se hace esperar: “Pero ahora, más”. Intento discernir si es un elogio y no lo logro. Inmediatamente me intercepta el gemelo de mi ex antiguo y me dice exactamente lo mismo, con él soy un poco más piadosa: no contesto.
Subimos al salón de actos y pienso que mi ex más nuevo no ha venido y siento alivio y cierta tristeza. Mientras nos acomodamos en las últimas butacas de las filas del medio para reírnos a gusto, alguien me toma de atrás y me topo con mi ex más nuevo. Nos abrazamos fuerte, con alegría, todavía hoy afecto. Me hace una de sus bromas e íntimamente agradezco su humor. Vuelve a su lugar en las filas de los costados y Alicia me asalta: “¿Vas a volver con Ibáñez?”. “No, tonta, no pienso volver.” Y es cierto, no voy a volver, es imposible. El trámite se resuelve con izar la bandera, cantar el himno y escuchar las palabras de varios compañeros que se comidieron para expresarse con más o menos enjundia y emoción. Nadie lee, por supuesto. Inesperadamente el breve discurso del gemelo de mi ex antiguo es el más cálido.
Salimos a la noche de octubre y de los tilos, caminamos una cuadra hasta los altos del Querandí. La Asociación no se espabila demasiado para las celebraciones que ella misma convoca y organiza, un poco porque la otredad tiene a sus miembros muy sin cuidado y otro poco porque desde que sólo han quedado varones en la comisión se les ocurren escasas y trilladas ideas. Resultado: la pizza free estaba en veremos, recién instalaban los hornos a garrafa en el patio de las azaleas gigantes y toda la perspectiva mostraba claramente que faltaba muchísimo para que le hincáramos un diente a alguna de muzzarella. Sólo quedaba emborracharse pero esa descarga también nos estaba vedada, no había vasos donde servir el vino o la cerveza, que por otro lado estaban calientes. El ingenio de la elite dirigente nunca descansa y pronto aparecieron minúsculos vasos de plástico, de esos que usan los dentistas, que nos obligaban a ventilarnos la bebida como desesperados para servirnos otra. Un grupo de prósperos empresarios de la medicina pre paga salió en busca de hielo pero los rolito eran demasiado grandes para los vasitos y entonces ya no quedó mucho por hacer.
¿Música? Sí, claro, había. Un DJ, creyendo interpretar la onda generalizada de gente desahuciada y mal medicada que tenía delante, decidió estimularnos con temas de los ’70, muy pertinentes por cierto, y otras florituras de su cosecha a las que les entrábamos sin pensar demasiado. La música cumplió su labor sanadora y pronto me entregué a una de las cosas que más me gusta, bailar. Por suerte allí se allanaron las dificultades y algunos nos lanzamos a la pista sin miramientos, la mayoría siguió en la periferia, cerca de los hornos, esperando ansiosos la pizza con los platos en la mano o intentado meter el hielo en los vasitos. De a ratos miraban escépticos a los bailarines.
No bailo de acuerdo con mi edad, no me quedo en el lugar moviendo apenas los bracitos y llevando el ritmo con un chasquido de la lengua que parece estar diciendo que no. Literalmente enloquezco y en éxtasis me diluyo en la música, salto, canto, sacudo los hombros, la cabeza, sigo el ritmo e improviso pasos de acuerdo con lo que escucho: cuarteto, twist, cumbia, rock, tododescarga (1) me cabe, todo me motiva, soy inmensamente feliz. Es una felicidad en soledad, no necesito compañero para estar completa, es mi propia fiesta y casi nunca la comparto. No sé qué les pasará a los más jóvenes pero los varones de mi generación no saben qué hacer frente a un despliegue al que no pueden ponerle nombre. Mi estereotipo desestructura y pocas veces encontré un par para ese trance.Esa noche bailé como siempre bajo la mirada de terror de mi promoción. Y ¿vos qué hacías mientras te miraban? me preguntó alguien hace poco: yo, fluía.
Los gemelos estaban a un costado coreografiando con una de sus compañeras de división, Alicia se cansó antes que yo y se acomodó en los sillones de la recepción donde había una mujer sentada que nadie conocía y resultó la esposa de uno de los concurrentes que la abandonó allí ni bien entró. Mi ex nuevo no bailaba, no le gusta bailar, en uno de mis parates para recuperar el aliento, me convidó con vino blanco frío que había conseguido de un tacho donde ubicaron los hielos, cansados de intentar meterlos en los vasitos de dentista. Con sigilosa melancolía recordamos la misma reunión diez años atrás y sonreímos cada uno para sí. Aquella vez fuimos muy felices, el festejo estallaba en el flamante salón para eventos no en el derrengado y opaco patio trasero, con mesas, manteles blancos, copas, comida de verdad que subían los mozos desde La Cava, flores, luces; en fin de aquellos que se organizaron durante las dos presidencias de Alicia y que ya no volverían. Atento, me trajo pizza que ya comenzaba a circular pese a las hordas que asaltaban a los mozos en origen.

Volví al baile, disfruté todo lo que pude hasta que el DJ hizo un show personal con covers, entonces el clima de la fiesta decayó y comenzó la desbandada. Nos dieron un helado industrial con frutos rojos en otros vasos de plástico, esta vez un poco más grandes. No lo comí, no me gusta el helado industrial. Alicia desapareció sigilosamente como es su costumbre, se tomó un remise que la dejara en Bella Vista. Una compañera se ofreció a acercarme hasta Parque Centenario pero la perdí cuando, contrariando toda lógica y un hábito inveterado, decidí despedirme de mi ex antiguo y de su mellizo que me enroscaron con preguntas sobre la trágica muerte de mi ex marido de la que no sé cómo se habían enterado. Mi ex más nuevo me dijo que encantado me llevaría a casa pero había venido sin auto, le agradecí e íntimamente me dije que jamás habría aceptado su ofrecimiento.
Salí a la esquina de Perú y Moreno, el aire era tibio y la noche granulosa. Un viento opaco secó la remera húmeda de transpiración y tuve un escalofrío. Comencé a caminar por el empedrado hacia Avenida de Mayo, de un irish pub venían risas y música. Cuando llegué a la altura del Patio de los Jesuitas tuve miedo, me asomé por la gran puerta y vi las nubes silenciosas tocando casi las paredes de ladrillo. La luna inmóvil tenía el color mohoso de las gasas ajadas. Me vi a mí misma como si viniera de allí, silenciosa y atragantada de pena, retornando del pasado reciente y del fracaso de siglos. Dudé en seguir caminando, el miedo se hizo desazón por el baile desmelenado, la bebida caliente y los hombres vivos y muertos que quedaron allá, en el otro patio, el de las azaleas gigantes. Detrás de mí apareció un compañero de la tarde, con un hondo cansancio me forcé a hablarle, sin detenerse sugirió que siguiéramos juntos hasta la avenida. Hicimos el breve recorrido en silencio, el sable del general Roca me pareció más sanguinario que nunca. El 56 vino enseguida y rápidamente se despidió con la mano; otra vez la noche y allí, en el fondo, la plaza desierta. De a poco la desazón fue desconsuelo de la que sobrevive muy a su pesar.
Paré un taxi y, como hacía papá, ese otro hombre al que me parecía más que nunca, le indiqué por dónde quería que hiciera el trayecto. Miré las luces de la avenida, la gente, los bares, el Gaumont, mientras adivinaba las lágrimas que picaban retenidas. El viernes ya era sábado, mi día de retorno estaba terminando, no había nada más que hacer que interpretar una vieja y manoseada fotografía en la que volvía a casa en soledad, como había ido.

 

Cristina Eseiza