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Misceláneos

Montgomery de lana roja * Cristina Eseiza

El 20 de junio de 1973 tenía veintidós años y uno o dos de militancia política. Mi participación dentro del peronismo se vinculaba con lo que en aquel entonces se llamaba Encuadramiento de bases y había llegado a esa organización a través de mi novio, como suele suceder con nosotras, las mujeres. A veces nos relacionamos a través del hombre que tenemos al lado. Años más tarde, me encontraría trabajando dentro del sindicalismo, ya por mis propios méritos e independizada de aquél que, esa helada mañana de invierno, caminaba a mi lado rumbo al Puente 12, en Ezeiza.

La tragedia que nos esperaba es conocida por todos, ha sido material de infinitos matices, explicaciones, traducciones, versiones y perversiones. Yo sólo era una mujer de largo cabello y montgomery de lana roja, que avanzaba junto con una inmensa columna para ver al líder que finalmente volvía a reencontrarse con su pueblo.

Antes de salir de casa, reuní a mis padres y me hice cargo de mi retazo de Historia: si algo me pasaba, no debían echarse culpas mutuamente, era la única responsable de mis actos y la decisión había sido tomada en plena conciencia. Besé a cada uno, tiré mi pelo hacia atrás (siempre lo llevaba suelto) y cerré la puerta tras de mí. La calle me recibió suspirando desierta, expectante.

Por toda la ciudad hubo fogones y guitarreadas, rondas de mate y ginebra. Sin dudar, Particulares negros. Complicidad de ansiedades pasadas y presentes, dos generaciones pulsando el ardor.

Al amanecer emprendimos la caminata de kilómetros por la Richieri, no había otra forma que llegar a pie hasta el palco, esa peregrinación masiva y tácita también tenía la parsimonia del cortejo amoroso. El disfrute estaba en prolongar lo más que se pudiera el regodeo preliminar de la entrega final. Era amor en estado puro.

Sin dormir desde hacía treinta y seis horas, con la excitación y la algarabía de ese momento idealizado durante años, alimentada a chocolate para preservarme del frío, aumentar las endorfinas y proveer calorías para el desafío físico, me dejaba llevar por el ritmo de miles de manifestantes, de mis propios compañeros, del flamear de las banderas, del trepidar de los bombos, de las voces que coreaban cantos y consignas, del fervor incontrolable que se traslucía en los rostros, de los latidos de mi corazón desbocado y loco.

No era necesario buscar, decir, intentar. La escena no estaba, era. Mirar a los costados, atrás, adelante e intuir el hilo que sostenía a toda esa gente, a esas familias, a esos niños, a esos viejos, a esa juventud instalada en su destino.

Nunca pudimos ver a nuestro líder, al hombre que tras décadas de exilio volvía a su país a terminar una tarea que había dejado inconclusa. Todos saben que la sinrazón y la muerte impusieron su estilo y definieron la partida tajante, definitivamente.

Una bruma plomiza de frío, un viento de agua comenzaron a cerrar el horizonte y a nublar la frente del idilio popular, contaminando la alegría.

Huyendo de las balas, vacilante en medio de una multitud aturdida y perpleja, desvinculada de nuestros responsables por el desbande desarticulado, sólo me quedaba ese hombre que, cuerpo a tierra en medio de un tiroteo sostenido, temblaba con el cuerpo cubierto por un sudor legamoso. Me pedía con una mirada intemporal que tomara una decisión, ni siquiera podía sacar la voz para gritar el miedo que le licuaba la sangre.

Una vez más, como habría de suceder a lo largo de casi toda mi vida, debí atravesar el horror y llevar adelante mi propio rescate y el del que estaba a mi lado.

Con trémula valentía, le ofrecí la mano y le grité por encima del tumulto que era inútil tratar de volver por donde habíamos llegado, el nudo violento del combate estaba allí. Leonardo Favio, desde los parlantes, nos advertía acerca de los francotiradores que disparaban con fuego cruzado, encaramados a los árboles y nos suplicaba tranquilidad y mesura. Si queríamos salvarnos, había que desplazarse en sentido contrario a la Capital, caminar a campo traviesa, llegar hasta una antigua estación de ferrocarril para abordar un tren y alejarse definitivamente de esas escenas de pesadilla. Se dejó conducir dócilmente, quebrada su voluntad por el terror larvario que lo ganaba, me siguió como un sonámbulo por los pastizales que el anochecer ya laminaba de rocío.

En el vagón, el único asiento vacío estaba roto, nos sentamos sobre el cilicio de flejes húmedos y oxidados, mudos, contritos.

Ese breve pero interminable interregno del tren transcurrió en un silencio cargado de las voces y los gritos propios y ajenos que bullían en mi mente y ensombrecían mi espíritu. Los pocos pasajeros (me parecieron espectros radioactivos), ignorantes de lo que sucedía, de la degollina cercana, nos observaban intrigados, de hito en hito: dos solitarios fugitivos, sucios de barro, mojados, macilentos de frustración y angustia. La noche comenzó a mostrar sus primeros colores y la negrura en mi pecho se hizo insoportable.

No podía ni quería mirarme ni mirarlo. Seguía aferrado a mi mano, la apretaba devotamente, sus ojos seguían desorbitados escrutando el vacío, inertes, vencidos. Bajo la luz aguachenta del vagón entumecido, lentamente me atreví a bajar la vista hasta el ombligo. Allí, una bestia desatada reclamaba a tarascones su porción de sufrimiento.

El tren nos dejó en Pompeya, allí logré aflojar la presión de los dedos enormes y nos despedimos en silencio. Lo miré atravesar la avenida Sáenz, los esqueletos hechos jaulas de la feria de los pájaros. Llegué a casa con todo el cansancio del mundo instalado en los huesos, en el alma, con una bandera enrollada que era el símbolo de la derrota y dos convicciones como piedras cerrándome la garganta: el romance del pueblo con Perón había sido envenenado y yo estaba al lado de un cobarde. Ambas certezas eran fatalmente irreversibles.

Cristina Eseiza, 2016.

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