No existe cultura que desde tiempos ancestrales no haya aprendido que si algo se altera en el orden natural de las cosas, no puede tener otra explicación que la de un mal presagio.
Pero estamos cursando el siglo XXI, poco más de dos mil años se han cumplido de esta era cristiana y creemos que por estar inmersos en un vagage “multi-cultural” y que por tener al alcance de la mano cualquier tipo de información, eso nos da derecho a “re-interpretar” este tipo de señales, minimizando sus consecuencias.
El punto que debería haberme alertado desde un primer momento, aquel día en medio de nuestras vacaciones, fue cuando abrí los ojos y ninguno de mis hijos estaba parado a mi lado en la cama, reclamándome que el sol había salido y nosotros no. Por lo contrario, lejos de alertarme por esta clara señal del destino, me enfoqué en el hecho puntual de estar levantado sin que nadie me despierte.
Y así andamos los necios por la vida, completamente desenfocados de los carteles luminosos con los que la providencia nos alerta. Luego, nos mostramos “sorprendidos” ante lo que llamamos sin dudar, nuestra mala suerte.
Por razones que no vienen al caso traer a esta nota, el mismo día de mi absurda jactancia, redistribuimos nuestras ubicaciones en el departamento donde nos estabamos alojando. Digamos que para que las damas puedan dormir algunos minutos más, decidimos que lo mejor sería que las nenas (Lucía y mamá) duerman juntas en el cuarto y los nenes (Julián y papá) juntos en living.
A las tres y veinte de la madrugada Julián me despierta con los ojos llenos de lágrimas diciéndome: “¡Papá! No tengo mi dormi ¿Me lo buscás?”
Con muy poco entendimiento de mi parte a esa hora, y muchas menos ganas de plantear una discusión sobre el oportunismo del pedido, me levanto y le busco su dormi. Al entregarle el preciado objeto, me doy cuenta que Juli está demasiado acalorado (imaginen como debería estar para notarlo en esas condiciones). Busco un termómetro, le tomo la temperatura: 38,3º C. Siguientes pasos: buscar el antitérmico, consultar sobre la dosis correcta para Juli y entablar una charla de convencimiento para que tome el antitérmico sin vomitarlo en los siguientes tres minutos.
Toda esta faena me llevó alrededor de media hora, por lo tanto, ya estabamos muy cerca de las cuatro de la mañana cuando nos disponíamos a dormir. Nuevamente.
Pero justo antes de apagar las luces, percibo que en el techo, exactamente por sobre donde se ubicaban nuestras “camas”, había dos mosquitos. De inmediato, busco algo con qué matarlos. No demasiado ruidoso, para no despertar al resto, ni rigido como para no dejar manchas en el techo. Afortunadamente para mí, con solo saltar unos pocos centímetros pude dar alcance al techo envolviendo una pequeña toalla en mi mano derecha. Ovbiamente, un solo intento no bastó para acabar con ambos mosquitos, por lo que tuve que hacer una seguidilla de saltos para exterminar a la zancuda pareja. Lo peor de esto, es que cuando acabás con dos mosquitos en el medio de la noche, algo te dice que hay más aguardando a que las luces se apaguen. Así que, como ya estaba un tanto desvelado y entrado en calor, me dispuse a buscar al resto del ejercito de “hemo-succionantes”.
En los siguientes quince minutos pude liquidar alrededor de cuatro especímenes más. Otros tres minutos de búsqueda y cuando todo indicaba que finalmente me retiraría a dormir satisfecho por los resultados, justo en el preciso instante en el que iba a apagar la luz, veo surcar en medio de las penumbras la silueta pesada de un gran mosquito. Lo persigo, a los manotazos, “como ciego nuevo”. En más de una oportunidad tuve la sensacion de golpearlo con mis dedos, pero cada vez que revisaba la escena, no lo encontraba abatido y volvía a cruzarmelo volando en medio del espacio en donde Juli dormía.
Los relojes marcaban las cuatro treinta, cuando finalmente, ofuscado y poco convencido, decidí apagar las luces y acostarme. Si diera crédito a las teorías conspirativas del universo, podría explicar la sensación de haber sido manipulado por un insecto que me sometió a una guerra de guerrillas. Confundiéndome, cansándome y burlándose de mi torpeza con la única finalidad de generar un aumento en mi temperatura corporal, sustentada en mi frustración y en el excesivo gasto de energía que solo alguien con mis habilidades motrices invierte para dar persecusión a un mosquito. Este aumento de mis señales calóricas, le haría mas fácil la tarea de encontrarme en medio de la oscuridad ya que bajo estas condiciones yo estaba hecho un faro para la percepción de sus sentidos.
Ese mismo pensamiento conspirativo me serviría para explicar por qué estaba tan convencido yo que al apagar las luces, el endemoniado insecto me veía desde la esquina opuesta de la habitación, pero no como suelen verte el resto de los mosquitos: todo cabezas para arriba porque estan en posición invertida desde la inmunidad de los cielos razos. Este individuo, seguramente se encontraría en línea perpendicular del suelo, casi llegando al techo, sostenido con sus patas, pero con el torso vuelto hacia mí. De esta forma no perdería en ningún momento su horizonte (o sea yo) al momento de decidir lanzar su ataque. Esta postura, inexistente para los mosquitos, estoy seguro que es usada por los especímenes considerados «veteranos», como seguramente debía ser mi oponente. Y desde ese rincón vigilaba el momento preciso en el que la incandescencia de mis ojos se apagasen, para saber el instante en el que yo me entregaba al sueño.
Mientras tanto, en mi rincón, me dispuse a esperarlo. Sabía que vendría por mis preciados fluídos carmesí. Cerré los los ojos, con el objetivo de agudizar mi oído. Todos sabemos lo evidente y molesto que se ponen los zumbidos de estos rapaces voladores y ÉL no sería la excepción. Mi única duda era si tambien lo sabía y por lo tanto trataría de usarlo a su favor. Por el lapso de los siguientes diez minutos no pude escuchar nada. El peso de estar despierto desde las tres y veinte de la mañana, siendo que ya eran las cinco, no me ayudó.
Dudo haberme entregado por más de un par de minutos a los primeros pasos del sueño cuando escuché un zumbido muy cercano a mí que se ubicaba desde mi lado derecho. Inmediatamente, la ingravidez de un pequeño insecto se hizo presente sobre mi nariz (mirá si será atrevido el maldito). Sin pensarlo y con la fuerza necesaria para acabar con esta tortura psicológica definitivamente, lancé un fuerte golpe donde me percaté de la sensación de su presencia. Nunca me habían golpeado tan fuerte en la nariz.
Mientras ahogaba mis insultos y mis quejidos contra un almohadón, me percaté que el orgullo no puede ser mas fuerte que la razón. Mi orgullo me empujaba a encender todas las luces y no apagarlas hasta acabar con él. Mi razón, mi razón estaba nublada por el sueño que tenía, así que decidí dejar las decisiones razonables para más tarde. Encendí las luces y por cuarta vez en la noche volví a acostarme. Esta vez, tapado completamente por una manta. Si bien no me aseguraba inmunidad contra su picadura, probablemente si lo hiciera contra sus zumbidos. A esa altura de la jornada, para mí, era más que suficiente.
No quiero pensar que hora sería en ese último momento. No quiero saber, ni mucho menos sacar cuentas. Lo próximo que recuerdo es que en el preciso instante que el reloj marcaba las seis y diecisiete, Julián se recostaba sobre mi cabeza diciéndome: “¡¡Papá, ya es de día!! ¡¡Y yo quiero ver cómo sale el sol!!».
Javier Pizarro.