Categorías
Misceláneos

Cara de feliz cumpleaños * Ricardo Czikk

Ah, qué tremendo cuando te hacen eso. Eso que con toda tu alma deseabas que nunca ocurriera. Nunca tener que vivirlo. Nunca.
Te habías mirado a espejos cientos y miles de veces. Una sola inquietud te pegaba fuerte: ¿cómo sería verse sin anteojos? Lo habías intentado. Precisabas acercarte demasiado para verte y ello suponía estar ojo contra ojo, una cercanía que deformaba. De lejos no eras más que un borroneo, tenues confines del cuerpo, terreno donde los gestos no sobrevivían a las impotentes retinas.
Al Italpark se llegaba en el 124, marrón y negro. Desde Alma­gro era el puente al maravilloso mundo de los autitos chocadores, la temible montaña rusa –que se podía ver desde Callao justo allí donde empieza a bajar hacia Libertador–, las tazas que te hacían vomitar, y el tiro de puntería con una pelota hecha con una media (no logro recordar las otras delicias de tan sofisticada kermesse). Las fichas para ingresar a los juegos eran de colores, rojas y azules, bien grandotas. Las vendían en unas casillas de madera insta­ladas en medio del parque. Ibas siempre con el dinero justo y tenías que negociar cada peso con tus padres. Excepto el día de tu cumpleaños. Ese día especial salías con la cédula, la mostrabas y tenías todo a tu disposición. GRATIS.
Claro, iban en banda. Un conjunto de amigos y amigas que se habían conocido hacía poco, en el colegio secundario. En primer año sentiste el fuerte impulso de tener un grupo que permitiera volcar fuera lo que venías aguantando en el colegio anterior, donde no eras el más favorecido. Bueno, ser el gordito de ante­ojos, medio inhibido, no te había permitido profundizar mucho en las amistades. Más bien andabas a la defensiva, cuidándote de que no te cargaran. El fútbol no era tu pasión y ni siquiera los lunes charlabas demasiado con los chicos de tu grado.
Desde el primer día del nuevo cole te paraste distinto. Nada de dejarte bravuconear. Plantaste bandera y dijiste: acá estoy. Al fin y al cabo, siendo buen alumno y con un poco de canche­reada, podrías salirte del anonimato y ganarte un lugarcito. No te había ido nada mal con aquella nueva estrategia y era el día de tu cumpleaños, con permiso para jugar hasta cansarte.
Todo iba bien. Ya tenías las fichas. Empezaron como siem­pre por los chocadores. Había olor a quemado por las chispas que sacaban esos cochecitos comandados por locos, con el único objetivo de embestir al prójimo, darle fuerte como para que la sacudida lo dejara temblando. La regla era molestar, empu­jar. Lo que hedía era, tal como vos me dijiste, toda la bestiali­dad humana suelta en un permiso transitorio y fugaz. La fila era larga, pero llegaron y la pasaste bien. A medida que la tarde avan­zaba te sentías cada vez mejor.
En un momento todos acordaron ir al laberinto de espejos. Rara decisión. En general no era el lugar más solicitado. Pero ese día con las fichas que se te ocurrieran en la mano, ¡qué te moles­taba gastar una en algo que no fuera tu juego preferido! Allá fuiste. Para cuando te diste cuenta estabas adentro del laberinto. Te empujaron, muy rápido y sobre todo más veloz fue Nuñez, a quien llegaste a odiar hasta las tripas. Te sacó de un tirón los ante­ojos de carey beige que tantos años usaste. Sí, así, de un tirón de la cara. Te desnudó de un saque y medio perdido, te manda­ron adentro, vos solo, mientras escuchabas risas y sentías cómo la bruma te iba envolviendo.
No podías no jugar el juego. Se suponía una broma amistosa. Pero vos sabías de la crueldad. Era lo peor para vos. Más humi­llante que bajarte el pantalón Acá estabas condenado a ver que no veías, estabas atrapado en una paradoja. No podías dejar de estar ahí y al mismo tiempo sentir el odio contenido, la ira de haber sido burlado, el eco de las risas de las chicas, especialmente de Claudia, tan parecida a la de una hiena. Ahora sólo era eco. Segu­ramente sería fácil salir. Nadie instalaría un laberinto de espejos deformantes sin que existiera una salida sencilla. Habías caído en la trampa. Cada espejo que se pegaba a tu cara, más y más transpirada por la mezcla de la risa nerviosa y el sudor, te hacía sentir más y más dolido, herido. Te desgarrabas peor. Qué tonto habías sido al confiar. Haber creído que podías ser otro. Seguías siendo el mismo tonto de anteojos al que encima lo despojaron de su única protección. Te habían echado al foso de los leones, a la arena del circo, mientras miraban cómo te humillabas por no saber pelear, y el pulgar para abajo indicaba haber sido conde­nado. Nadie te miraba. No podías saber de los otros. No alcanza­bas a verlos.
Finalmente saliste y te estaban esperando.
Sabías que tenías que sonreír y lo hiciste. Debías seguir su juego. Mientras pensabas con rabia contenida que eso tenía nombre: ser el gordito de anteojos, al que humillaban. Que no había máscara que valiese.
Al Italpark lo cerraron pocos años después. No volviste, ni frecuentaste más a ese grupo de amigos.
A mí me lo pudiste contar muchos años y cumpleaños después. Llorabas y transpirabas. La broma fue desgraciada, ni el tiempo había logrado cicatrizar sus efectos.
Aunque ya no usaras más aquellos anteojos, te seguías viendo un gordito en cada superficie espejada y recodo del camino, permanente desdichado de una cruel burla.
De aquel laberinto deformante, nunca pudiste escapar.

Ricardo Czikk, Krav Magá.

Viajera, 2016.

par468561-teaser-story-big