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Madre de Madre * Cristina Eseiza

 

Aujourd’hui, maman est morte. Ou peut-être

hier, je ne sais pas.

Albert Camus, L’étranger.

Bruno escribió una canción que tituló Madre. La tengo en el portal de mi contestador, muchos ya han empezado a decirme Madre de Madre. Es un rock punk y uno de los pocos temas en el que Luciano deja el violín y toca el bajo. La canción sólo tiene un verso que es un pedido, un clamor: “Madre, soy tu hijo natural”.

La fuerza de la voz de mi hijo cantando en el escenario, el nervio y lo rotundo de esta apelación nunca dejan de producirme el mayor de los impactos emocionales. Es el mayor porque está hecho de muchas sensaciones, de muchos sentimientos, las más de las veces contradictorios, aparentemente antagónicos pero de una potencia avasallante y, sobre todo, indeclinable. Parte de la compresión de mi maternidad está reunida en esa única línea, en ese llamado.

Todos mis roles se han sacudido y convulsionado: el de mujer, por supuesto el de madre y también el de hija. Cuando uno revisa esas construcciones, se da cuenta de que todas son una y cada una, a la vez define ese universo. De allí que por momentos me ganen la desorientación, cierto ofuscamiento

La muerte de mi madre me produjo un tumulto que no esperaba, que me sorprendió, que me hizo pensar nuevamente en mi maternidad y en la de ella. Me obligó a indagar en aguas fangosas y un poco pestilentes de las que saqué algunas joyas como del estercolero una perla, según contaba una fábula latina que traduje en la facultad.

A mamá tenían que amputarle media pierna para que sobreviviera a una complicación de su enfermedad, la diabetes. Se negó a intervenirse y la trajeron de vuelta del quirófano para que se muriera, corroída por la gangrena pero entera.

Mi hermano y yo, que no nos veíamos ni nos hablábamos desde hacía varios años, que vino del sur porque interpretamos que estaba esperándolo para morirse en paz, habíamos firmado la autorización para la operación, persuadidos por los jefes de terapia intensiva de que no existía otra solución al cuadro gravísimo que presentaba. Era una encerrona: los riesgos de no sobrevivir a la mutilación eran altísimos, ni que hablar de los que enfrentaría en un post operatorio amenazado por la sepsis y las nulas posibilidades de cicatrización.

La tarde que volvimos al sanatorio, para escuchar el parte de la intervención, tuve mi sesión de terapia donde me preparé para todos los escenarios posibles, pero nunca para el que habría de recibirme al llegar al quinto piso.

Mamá estaba lúcida, había dejado el estado de estupor que la mantuviera inconsciente durante días y estaba sentada en su cama, dueña de la situación, informándonos que había decidido no dejar que le cortaran la pierna. Para subrayar su decisión, hizo un pico de presión; total, que la trajeron de vuelta de la sala de operaciones tal como la habían llevado: intacta.

Este último acto tan plutoniano de los muchos que le conocí, no sólo descolocó a los médicos, a quienes hizo pedazos el protocolo, sino que nos desconcertó a mi hermano y a mí. Mucho más a él, yo estaba más acostumbrada a estos trances tan difíciles de comprender para el común de la gente. Esa noche mamá perdió otra vez la conciencia, la escena reivindicatoria ya había tenido su efecto.

Nuestros últimos años juntas habían sido muy penosos y complejos: parapetada tras sus enfermedades amasadas durante décadas, sostenidas como medio de manipulación y control, mamá se había vuelto más demandante y despótica que nunca. Nada la conformaba, su estado de insatisfacción tenía en mí un blanco seguro, aunque no siempre paciente, donde asestar los golpes de su enojo o su autocompasión.

Esta internación había sido la última de las muchas gravísimas que se sucedieron en pocos meses, de cada una volvió viva pero más herida, más vulnerable, más anciana. Cada vuelta la hallaba descendiendo otro escalón en la gradería de su decrepitud irrevocable: incontinente, extraviada, con unos ojos que miraban desde qué sé yo que lejanía líquida, poblada de ausencias.

Unos meses antes había comenzado a despedirse. Blandamente fue administrando sus legados, lo que más amaba, lo que había acarreado consigo a lo largo de su vida y trasladó hasta este reducto final que odió visceralmente. Me encomendó un cuaderno y un sobre oficio de papel madera, con enorme solemnidad, con recato: suntuosidad y alarma del que se despide porque está cierto del remate. No pude abrir completamente su testamento. Cuando atisbé las primeras líneas de una carta, una dedicatoria en el revés de una foto, un dibujo ajado e insomne, el dolor me derritió por dentro, oí un grito, las entrañas se abrieron en canal y todavía sangran.

Albacea involuntaria, elegida con absoluto rigor, tengo todo guardado, intacto a medias, a salvo de la mutilación pero infectado por mi cobardía, por el pudor que es miedo de asomarme a su vida antes de mi vida, a sus pasiones secretas de mujer y al lugar que ocupé en ese marasmo de emociones que fue su corazón. No quiero enterarme de que me amó desconsoladamente.

No hicimos velatorio ni entierro, dejamos su cuerpo corrompido por la muerte como antes por las bacterias, en una casa mortuoria donde pasó la noche reglamentaria sola, mientras la lloraba una vez más, también en soledad.

Con Bruno esparcimos sus cenizas en el parque Ameghino, entre unas matas incipientes de zapallo, incomprensibles en ese escenario que, entre otros, rinde homenaje a los caídos por la fiebre amarilla. Hasta el instante último habría de darnos trabajo, esa escorpiana tozuda, persistente. La urna no pudo abrirse, hubo que conseguir un destornillador para aflojar las amarras de la caja de madera y liberar los restos de lo que fuera mi madre.

Elegí el Ameghino porque sabía que había sido feliz allí. Entre los árboles, los bancos desportillados y los caminos de grava rojiza había desplegado junto a mi padre su amor de novios, caminando, conversando, seguidos a distancia corta por una de sus hermanas, mi tía Ofelia, la menor de los doce hijos que fueron engendrados y paridos por mi abuela, que oficiaba de guardiana con pereza y desgano. También sabía por sus dichos una y mil veces repetidos, añorando con ojos nostálgicos esas épocas de plenitud, que las hamacas, el arenero, los toboganes del parque fueron sus ayudantes en el ciclo más radiante y dichoso de su vida: el disfrute de su nieto. El primero, el más amado, con el que no se hartaba de jugar e inventar. Compuso su rol de abuela con tal gozo, con tal desprendimiento como nunca pudo hacerlo como madre con ninguno de sus hijos. Creo que por primera vez se sintió relevada de la culpa, del agobio que fue la maternidad para ella y pudo ser auténtica, desprevenida, en paz consigo misma y con sus fantasmas.

Su nieto, mi hijo intentó sin saberlo, enlazarnos en una expiación misericorde a través de la música. Madre de Madre acepta el homenaje y la responsabilidad de la lírica de la canción y lleva al extremo los roles insignes de su existencia. Ahí encuentra las joyas.

Algunos días, cuando la nostalgia, insidiosa me visita con sus pegajosos disfraces, me tomo un colectivo y voy hasta Parque Patricios. Atravieso la plaza solitaria, con el telón de fondo del Hospital Muñiz y llego hasta el segundo grupo de juegos. En un parterre inconspicuo mi madre se confunde con la tierra reseca y descansa aliviada de tanto sufrimiento y desconsuelo.

Me quedo durante unos minutos mirando fijamente las matas desteñidas y sedientas buscando vaya a saber qué. Quizás mi propia infancia, mis propios recuerdos felices, las hilachas de su amor desmesurado y posesivo, la desesperanza de lo inevitable, la cercanía de mi propia muerte.

Cristina Eseiza, 2016.

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