La obra de la poeta Alicia Saliva (Buenos Aires, 1969) abarca tres poemarios: Las veredas del agua, con acuarelas y dibujos de Cecilia de la Fuente (El Escriba, 2012); Variaciones sobre el silencio, con fotografías también de Cecilia de la Fuente (Botella al Mar, 2014) y ahora Me deja dicha (Viajera Editorial, 2018). Doctora en Letras por la Universidad Complutense de Madrid, compatibiliza su labor poética con la dedicación como profesora superior en el ámbito universitario (Untref, UCA, Eseade). Su actividad se centra fundamentalmente en las áreas de poesía contemporánea, literatura comparada y escritura académica.
Introducirse en la poesía de la autora porteña es sumergirse en un espacio de delicado lirismo y reivindicaciones vitales en iguales partes. No en vano, la profesora María Amelia Arancet, compañera generacional de la poeta, asevera que sus tres libros, hasta la fecha, atestiguan idéntica capacidad lírica para golpearnos la conciencia desde una notable suavidad y temple expresivos. De esta manera, es apreciable en ellos un camino tan literario como existencial que desemboca en el presente volumen. Así, el primer texto, Las veredas del agua, conforma un viaje hacia los márgenes; un ejercicio de visión de todo lo que no es lo que se pensaba que debía ser, lo que acaba convirtiendo a la obra en una enriquecedora prospección de la que se desprenden aspectos decisivos para comprender la Dicha presente, como cuando se asevera: «unciones humanas/ no hay otras/ para mezclar la tierra con el cielo» (Las veredas del agua, p. 23). Variaciones sobre el silencio es un poemario que supone una vía de ascenso ―literario también, pensamos, en la trayectoria de la autora―, pues en él el protagonista poético se observa a sí mismo con sinceridad mientras busca un silencio que, lejos de resultar sordo, da testimonio de una naturaleza en la que «el decir vive fogoso» (Variaciones sobre el silencio, p. 42) y se escucha ese otro sonido que «enciende el mundo/ como la sangre del sol a la tarde» (ibídem, p. 27). Sendos libros, al final, conforman una suerte de exordio por partes del volumen que venimos a comentar.
Porque se aprecia en este texto el final de un camino en tres tramos. O de una obra en tres actos. Un despliegue en el que, al descubrimiento de una realidad más verdadera al trascenderse las fronteras de lo acostumbrado, de la primera entrega, y a la fecundidad de la escucha, de la segunda, según hemos comentado, le sigue un abordaje del amor como llave de un conocimiento superior en esta tercera. Para ello, el yo lírico se dirige a Violaine, la protagonista de la obra La anunciación a María de Paul Claudel, que responde al primero en el epílogo, produciéndose un cruce de misivas entre ambas voces; un diálogo en el que los dos personajes se escuchan y hasta parece que acaban por confundirse, porque, a todas luces, Violaine conquista el corazón de su interlocutor poemático. De hecho, el amor de Violaine por Pierre de Craon, el otro gran personaje de la pieza teatral del autor galo, se consuma en un gesto de suprema entrega —ese beso por el que Violaine contrae también la lepra— que se contagia a los versos de Alicia Saliva hasta convertir la caridad en su almendra argumental. Por eso, si Claudel utiliza la imagen de la anunciación del Ángel a María, según nos lo narra el evangelio de San Lucas, para titular su libro, la poeta se hace eco de la misma para hablarnos del estupor ante el hecho de la encarnación: «algo le anuncian a María/ no, no es algo/ es el anuncio» (p. 11). Ese mismo que lleva a Violaine a abrazar el sufrimiento de Pierre y que, conmoviendo a la autora, transforma también su poemario en un sutil abrazo al lector.
Suele decirse que Claudel no deseaba que sus personajes fueran explicados a través de la interpretación de los actores, sino revividos en la escena. Y algo así también parece ocurrir con la escritura de la argentina en este volumen. De hecho, no nos hallamos solo ante un texto bello. Más bien nos encontramos ante un acto de escritura que transforma lo bello en palabras de carne y hueso; en la realización de una experiencia en la página. Esto ya lo esclarece la propia escritora en el anexo «Historia de Me deja dicha» emplazado al final de la obra, toda una declaración de intenciones formales, cuando dice: «Anímate a escribir más despeinado, me dijo Karina» (p. 47); o cuando reconoce que escuchó a Tarquini: «el poeta no comunica una experiencia, la realiza» (ibídem). Por esta razón, no son casuales los rudimentos estilísticos desplegados al servicio de esta realización, por los que el lenguaje se despeina, como le proponía su amiga, y las palabras arrancan y se detienen, se embalan o vacilan en la hoja produciéndose una copia en el papel de los hechos mentales que las anteceden, como parece querer confirmarnos cuando, refiriéndose a la ceguera de la propia Violaine, afirma: «yo armo días adentro/ levanto hogueras/ esta gruta/ bajo las concavidades/ de mis ojos ausentes/ ves lo que yo veo?» (p. 36). También cuando se emplea un lenguaje que es pronunciadamente simbólico, en los que elementos como la calandria, el anillo, el velo, la viola y los propios personajes de La anunciación a María, entre otros, funcionan como nítidos símbolos. Asimismo, cuando se produce una alternancia de planos temporales, lingüísticos (el francés, y hasta el inglés y el latín aparecen intercalados con el castellano) y de los personajes, como ya se ha señalado; o cuando asistimos a la fragmentación a la que no pocas veces se somete a los vocablos. En definitiva, recursos que contribuyen a revivir la experiencia de lo que resulta esencialmente inefable, como lo es el amor sin condiciones, la caridad en suma. De hecho, hasta los mismos blancos de la página juegan un papel relevante en la propuesta, y físicamente los poemas dejan grandes huecos en la hoja («sí, déjame// margen» —p. 23—) en la misma medida que una serie de notas en prosa, que expanden y aclaran el pensamiento poético, la ocupan. Se nos brinda de esta forma una serie de espacios que resultan decisivos en el volumen por cuanto en ellos son susceptibles de ser tenidos en cuenta los aspectos más decisivos de lo humano. No en vano, en el mencionado anexo se asevera: «¡todo corre en vías tan paralelas con los afueras del texto!» (p. 47), como si se deseara acoger cualquier circunstancia existencial en el seno disponible de lo impreso ―y lo no impreso― para que, al entrar en él, hallemos la dicha: «letras finas mucho blanco/ para dejarnos entrar/ por si quisiéramos salir/ por si se nos olvidaba/ prestar la vida» (p. 27). En definitiva, si Violaine abraza la lepra y fruto de ese acto de entrega y posterior sufrimiento conoce un amor más profundo que le da el poder de resucitar a su sobrina, Alicia Saliva, además de mostrarnos el itinerario de esta conversación (que se emparenta con la propia conversión: «me escribo/ por pura necesidad/ de conversación/ necesaria/ con/ ver/ sión» ―p. 12―), nos quiere ofrecer las estancias de su poemario para que nada se quede fuera de la relación amorosa que en él se plantea.
Al final, tras la lectura de este libro, entendemos que, a la par que la autora se sabe dicha, se nos brinda la posibilidad de sentirnos un poco mejor explicados: «quiero/ mi vida dicha/ así/ por otro que la quiere» (p. 34). Y también, por qué no decirlo, que, en el tiempo de la cultura del descarte, de tantos chivos expiatorios que yacen en las cunetas de la sociedad, un volumen como el presente funciona como un artefacto que propone alternativas que nos sacuden. Con mucha suavidad y delicadeza, ya lo comentamos, pero sin ambages y con altura literaria.
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