La tarde del sábado quedó asignada de la siguiente forma: mamá y Juli al cine, papá y Luli, en casa.
Para los caseros habíamos planificado una tarde amenizada con plaza y calesita (lo que garantizaba una jornada de convivencia exitosa). Desafortunadamente, los giros climáticos nos hicieron desistir. Por el contrario, para los cinéfilos el mal tiempo no modificaba en nada sus planes.
Viendo que había que “remar” en casa, la consigna era plantear la mayor variedad de entretenciones posibles. Comenzamos con un concurso de dibujo, al estilo clásico y con pizarra mágica. Luego llegó el turno de los bloques: a ver quién hace la torre más alta. A continuación una anárquica carrera de ludomatic. Y así fuimos cambiando de escenario y de propuesta, buscando “canalizar la energía” de la mejor forma posible. Estábamos levantados desde las 7.30 hs a.m. y a las 16.30 hs (sin siesta de pormedio) el aire se enrarece de un clima suceptible y en extremo sensible. Sólo aquellos que lo han vivido en carne propia, saben que una criatura de dos años que cargue con nueve horas de cansancio, se vuelve tan boluble como una respetable ración de nitroglicerina. Debemos cuidarnos hasta de las vibraciones que emitimos en el aire.
En ese momento, en el que yo comenzaba a sentirme igual de sensible, recordé que una amiga (quien carga en su cv maternal con la tremenda experticia en la crianza de tres vástagos) me dijo alguna vez: “Hacelos jugar con masa para que el trabajo manual los relaje”. Afortunadamente para mí, la propuesta, le resultó interesante a mi pequeña conviviente. Acomodamos la mini-mesa cerca del sofá, donde yo me ubiqué mientras que Lucía, ocupó un lugar justo en frente mío. En este punto confieso que no recordaba el jugar con masa como algo tan divertido.
El punto más atractivo de toda esta propuesta, fue que tanta diversión independizó a mi hija en el juego, dejándome en un papel completamente secundario y altamente presindible (estos momentos son gloriosos y para un padre, la rareza de los mismos, hacen que el sentimiento que nos invade sea muy parecido al que nos deja felices y atónitos ante la presencia de un eclipse solar).
Me recuesto en el sillón, de forma pausada y lenta, casi dejandome llevar como por una corriente de aire. Este movimiento es imperceptible para mi compañera de juego. La observo jugar felizmente recostado sobre uno de mis lados. Luego, cuando tomo carácter de adorno escenográfico, giro boca arriba y me animo a cerrar los ojos -solo para descansar la vista. En mi rostro, se instalaba la sombra de una mueca de “contentez” y “relajación” (festejar de antemando y en exceso estos breves éxitos puede ser muy contraproducente).
Según lo recuerdo, podría asegurar que solo me relajé. Nunca llegué a quedarme realmente dormido. Solo relajado y despreocupado de la situación infante-circundante. El percibir que Lu hacía ruidos cerca mío me daba la tranquilidad suficiente como para mantenerme sereno en mi merecida y breve victoria. En el momento siguiente, una mano chiquita, suave y tímida recorría mi cara y yo no podía sentirme más realizado por tanto logro. Desde mi sien se deslizaba hacia mi boca, o al menos eso era lo que yo pensaba. Se detuvo a la altura de mi nariz y me introdujo un dedo en un orificio nasal.
Hasta este punto, nada que me causara sorpresa. Intentar abrirte los ojos, o meterte los dedos en la nariz, boca u oídos cuando te descubren relajado es un ejercicio irresistible para ellos. Pero lo que llamó poderosamente mi atención, es que al ejercer una legítima defenza quitando mi rostro de su alcance, la sensación de tener su dedo en mi nariz permaneciera. Poco tiempo pasó para percatarme que esta sensación no era un juego de mis sentidos si no que efectivamente “algo” (que ya no era el dedo de mi hija) aún permanecía dentro de mi nariz.
Me incorporo. En este movimiento me veo traicionado por los reflejos y en un desafortunado e incondicional acto aspiro estrepitósamente una bocanada de aire por la nariz que empuja este cuerpo extraño a una zona que percibí como equidistante de la nariz, la boca y el oído. Inmediatamente después de percatarme que algo ageno a mi habitual morfología se había estacionado en el centro geográfico de mi cabeza, la siguiente urgencia que se apoderó de mi mente era el resolver ¿qué era eso?
Sobre la mesa en la que hace apenas unos minutos jugábamos con masa (plastilina para mis coetáneos), varias bolitas confeccionadas con este material se encontraban desordenadas. Traté de concentrarme en el sabor-olor que percibía desde mi interior: ¿Será?
Ante la duda, tomo el frasco donde suele guardarse la masa y leo: “Apto para la manipulación de niños”, siguiente línea “No posee ingredientes tóxicos”, siguiente línea “Peligrosa su ingestión”.
¡¡¡AAAAHHHH!!!… ¡Cómo se puede ser tan inescrupulosos e incoherentes en sólo tres líneas!
Necesito hacer algo, porque el hacer nada me genera taquicardia. Lucía me mira con un gesto dibujado entre extrañeza y susto. Intento transmitirle calma. Sonrío de manera apasible, enciendo la tele y le digo: “Luli. Ahora vos te quedás acá mirando unos dibus. Papá necesita ir al baño”.
La dejo.
Camino calmado pero ligero. El siguiente punto es buscar el desalojo de lo que pienso fue una bolita de masa. Me sueno la nariz lo más fuerte que puedo. No sale nada. Quizás está más atrás de lo que pueda controlar sobre mis fosas nasales. Carraspeo, al punto de llegar casi a las arcadas. Nada. Quizás está más arriba de lo que pueda controlar desde mi garganta. ¡Debo moverlo de ahí!
Salgo del baño y me encuentro a Lucía en el camino. Es evidente que no fuí discreto para aislarla de este penoso trámite, o bien la televisión quedó con un volúmen insuficientemente alto. La tomo en mis brazos y la convenso para que nos desplacemos a otro sector de la casa. Una vez en nuestro cuarto, la dejo con más dibujitos, esta vez me aseguro de dejarlos más ruidosos.
Me encierro una vez más en el baño. Recuerdo que en algún momento, alguien me hizo reír mientras comía arroz, lo que provocó la expulsión de este noble cereal por mis narinas. El problema con este mecanismo es que es estrictamente involuntario (y que no tengo arroz preparado). Pienso en recurrir a un elemento que haga el camino inverso: ¡Agua!
Abro ambas llaves para acelerar el proceso de llenado, pero es inútil, la bañadera es muy grande para alcanzar un buen nivel de agua. Pruebo meter la cabeza en el lavamanos. Entre los nervios y el impulso de poner en práctica mi idea a la brevedad, no se cómo no arranqué la canilla con el cabezazo que le propiné. En medio de un insultivo y ahogado grito, se cruza en mi campo visual el bidet. ¡Fantástico! Me avalanzo sobre este y abro las llaves. Como era de esperarse, el rociador estaba completamente abierto. El chorro de agua por poco y me perfora el ojo. Cambio el sentido del agua. El bidet se llena mucho más rápido que la bañadera y es más cómodo para sumergir la cabeza. Mi plan: hacer pasar agua a través de mis narinas, esperando que el líquido haga el mismo recorrido y quizás empuje al “extraño” a un lugar más accesible para perpetrar su final desalojo.
El “auto-ahogo” es un ejercicio difícil de llevar adelante. O bien mis impulsos de supervivencia están más fuertes de lo que estimaba. Decidido a acabar con esto, sumerjo la cabeza por tercera vez y sin pasarlo por mi mente, aspiro al momento que el agua cubre mi nariz. La experiencia es horrible. Un acto convulsivo me expulsa del bidet hacia el lado opuesto del baño, no sin antes rebotar contra al menos dos objetos más que ya no recuerdo (las dimensiones de un baño no son aptas para un libre espasmo). Al incorporarme, expulsaba agua por nariz, boca y hasta por mis lagrimales.
Pasaron al menos diez minutos hasta que dejé de toser. Cinco minutos más hasta volver a retomar un estado de aparente serenidad. Digamos que ya no sentía nada raro en mi interior, pero es verdad que de hecho nunca lo llegué a sentir a ciencia cierta. En el baño, no había nada similar a un trozo de masa expulsado por un ser humano. Solo agua. Por todos lados. Y esto incluye espejos, paredes, piso y techo. Recordé que en todo este proceso también tragué agua y para mi tranquilidad mental me aferré a la idea de que el resultado de este trámite fue la ingesta definitiva de la masa.
Aferrándome a esta idea, me forcé a despegarme de todo este evento. Desde mi ignorancia, pensar que se encontraba más cecar de mi tubo digestivo que de mi cerebro, me daba cierta (aunque falsa) tranquilidad.
No hubo rastreos exhaustivos que verificaran si la masa en algún momento abandonó a este humano. Desde entonces no he tenido signos que me generaran algún tipo de advertencia y los golpes autoinflingidos por toda esta faena ya no duelen tanto.
Estimo que tampoco me convertiré en un personaje de fantasía: el hombre-masa, aunque por las dudas, estoy pendiente de mantenerme hidratado y siempre en lugares frescos.
Javier Pizarro.