Las consignas de Karina me despeinan. A mí, que llevo los rulos arregladitos. Podría decir que ésta se suma a otras donde ya me sentí en jaque y tuve que moverme sí o sí para salvar el pellejo. Ella sabe cuánto lo agradezco aunque cueste -especialmente porque el pedido involucra la experiencia personal.
Lo primero que quiero contarles es que leer mis textos bajo este verso fue todo un descubrimiento. No era consciente de hasta qué punto el ritmo estructura el poema, que es como decir: hasta qué punto el ritmo estructura mi vida. Lo hallé tan fundante que se me resistió al concepto, así que tomé prestada una imagen, luego de una charla con una querida amiga. El ritmo es como las nervaduras de una hojita. No es lo primero que ves, te llama más la atención el color, el verde mezclado de rojos o violetas, las formas irregulares y perfectas a la vez. En cambio las nervaduras, que también están en la superficie pero no se destacan, “arman” la hojita, le dan vida, la traspasan entera. Así el ritmo, paradójicamente “calladito”, se impone como aquello que vivifica, por donde corre la savia, que comunica estos nervios de la hoja con el resto de la planta (la palabra con el resto del verso, el verso con el resto del poema, el poema con el resto del libro). Viene desde lejos, diría, desde que somos creados, traemos la búsqueda constante e inconsciente muchas veces -y el sorprendido hallazgo siempre- del ritmo. El samba brasileño, por ejemplo (tan pegadizo) es un ritmo percusivo en el que los tambores representan los latidos del corazón.
Ahora, pensándolo bien, puedo decir que lo buscaba desde que comencé a escribir. Leo muchas veces en voz alta lo escrito y no me quedo tranquila hasta que algo en el poema no adquiere esa especial situación rítmica. Incluye por supuesto la cadencia, la acentuación de las palabras, pero también el tipo de vocales, de combinación sonora de las palabras, de articulación general del poema, es decir, todo. Hablo de una percepción corporal, como si mi cuerpo se sintiera incómodo hasta que no se logra ese estado rítmico.
Creo que por esa percepción tan corporal, que excede a la palabra, necesito el ritmo de la imagen que la vuelve a decir desde otros compases. Mis libros van acompañados de pinturas, fotos o, en el último, notas al margen que vibran en el particular ritmo del color. En la fotografía enfocar es también buscar un ritmo, el que más le corresponde a esa imagen.
Además, en el proceso de escritura escucho más que habitualmente. Presto atención a esas palabras o expresiones en las conversaciones cotidianas que rompen el ritmo acostumbrado. Se destacan porque tienen otro tempo, ese que de una u otra manera nos dice. Las anoto en una libretita y sé que en algún momento calzarán justo en algún texto.
Alicia Saliva para Lo único que se puede decir es un ritmo.